Dramaturgia occidental /6

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Esquilo: la Orestíada

La Orestíada, de Esquilo, dir. por Theodoros Terzopoulos para el Teatro Nacional de Grecia (2024). Foto: National Theatre Greece.

Esquilo es nada menos que el creador de la tragedia, una “dramaturgia” —en nuestros términos— insuperada hoy y seguramente insuperable. No es hazaña menor sumar la prioridad a la primacía, iniciar una tradición y llevarla, a la vez, a su más alto grado de excelencia. Y eso contando con seguidores como Sófocles y Eurípides. No se trata de calibrar la talla de cada uno —ni de hacer de mi canon una hit parade—; son tres cumbres indiscutibles y no las hay más altas.

            Asombra que el primitivo Esquilo pueda darnos hoy lecciones de política o civismo. Muy tempestiva resulta su fe en la democracia, no corrompida por demagogos sino regida por los “mejores ciudadanos”, como Pericles o las figuras del “buen rey” (Darío frente a Jerjes, Agamenón frente a sus asesinos, en especial Pelasgo, el monarca “democrático”), y más tempestivo aún es su hermoso afán de conciliación, como el que se respira en Los Persas y resplandece al final de la Orestíada; valores que brillan hoy por su ausencia en un Occidente y una España presididos por Cleón (véase Los caballeros, de Aristófanes).

            Además de un gran poeta, vívido, natural y profundamente humano, Esquilo fue un hombre de teatro de los pies a la cabeza. Según Anteo, «en general tomaba sobre sí mismo la entera dirección (oikonomía)» de las obras. Inventivo escenógrafo y coreógrafo innovador, dotó a sus elencos de suntuosos vestuarios, hasta entonces muy pobres; director de actores y él mismo seguramente actor, introdujo el segundo en la tragedia y adoptó, si el invento es sofócleo y no suyo, el tercero. En la Orestíada, sin ir más lejos.

            Se trata de la única trilogía que se ha conservado completa —¡qué callada lección la de los reductores del canon!— y de una obra maestra incomparable, que culmina no sólo la madurez del autor, sino toda nuestra cultura. En palabras de Manuel Fernández-Galiano, la Orestíada es «la única creación griega, con ciertas odas de Píndaro, que se alza a una visión cósmica de las relaciones entre el hombre y la divinidad y los mortales entre sí; una de las pocas cimas excelsas —quizás con la Eneida, la Divina Comedia, Macbeth, Don Quijote o Fausto, pues Homero es Homero y quedará siempre aparte— de la Literatura universal».

            La Orestíada cumple a la perfección la ley de noble simplicidad y tranquila grandeza que formuló Winckelmann para el arte antiguo. Trata del final de la maldición de la casa de Atreo, pero también o sobre todo del tránsito de la barbarie y las tinieblas de una sociedad primitiva, basada en la ley del talión, a la luminosa civilización de la polis, de la justicia, de la razón, representada por el tribunal del Areópago (el sistema judicial) y, entre los dioses, por Atenea y Apolo, frente a las terroríficas Erinis. En Agamenón comienza la cadena de homicidios con la muerte, en venganza por el sacrificio de Ifigenia, del rey (y la desventurada Casandra) a manos de Clitemnestra y su amante Egisto; a los que a su vez, en Las Coéforas, da muerte para vengar a su padre, incitado por su hermana Electra, Orestes; el cual es, en fin, juzgado en Las Euménides y sorprendentemente absuelto con el apoyo de los nuevos dioses y la aquiescencia de las deidades arcaicas, que recibirán nuevos honores.  

            Los hechos y los personajes del mito ya estaban ahí; el mérito de Esquilo fue saber “componerlos” para, haciendo gala de una inusitada libertad en Las Euménides, crear una dramaturgia sin igual. Dos pinceladas sueltas y curiosas: cuesta pensar en obra más feminista: Atenea, Electra, Clitemnestra y Casandra dejan a los personajes masculinos de la saga a la altura del betún; y la última pieza plantea un problema teatral de aúpa: entra Orestes atormentado por las Erinis, según dice; pero el coro no las ve y piensa que se trata de una alucinación del príncipe, fruto de su sentimiento de culpa. En la representación habrá que decidir si el público las ve, con Orestes, o no, como el coro.

            A partir de la imitación y aprendizaje del maestro, Sófocles es quizás un trágico más perfecto; pero no más grande que Esquilo. ¿Lo hay? Si acaso, Shakespeare; no como trágico, como dramaturgo.


José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com

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2 COMENTARIOS

  1. Es inevitable, José Luis, al leer tu sucinta y sustanciosa reflexión sobre el teatro de Esquilo, recordar las hipótesis que aventura el recientemente desaparecido Ismaíl Kadaré en el librito arriesgado y fascinante que le dedicó al autor de «La Orestiada». Dice el autor albanés que, «de la atenta lectura de la obra de Esquilo, su Orestíada ante todo, puede afirmarse sin miedo al error que fue, a la par que poeta, juez de sangre»; de ahí que se ocupara «tanto y con tal profundidad» –con tal compromiso– del derecho. Todo el libro de Kadaré se basa en la comparación de las tragedias de Esquilo con el ancestral Kanun, el código legal que aún hoy se sigue en ciertas zonas aisladas de Albania. Dice Kadaré que «la figura del juez canónico» (o juez del Kanun) «se vinculaba a la del poeta», cuya única diferencia estribaría en que, mientras los poetas «inmortalizaban las calamidades ocasionadas por la muerte», los jueces de la sangre «con una sola palabra suya, llegaban a detener verdaderos torrentes de sangre que habría podido aniquilar estirpes enteras a lo largo de decenas y decenas de años» (pp. 54-56). A la vuelta de los siglos, no podía faltar Esquilo en este otro Cánon -de naturaleza, ahora, teatral y no legal- que vas construyendo ante nuestros ojos.

  2. Gracias, Flavio, por tus palabras. No conocía lo que apuntas de Kadaré y me parece interesantísimo. Buscaré el libro. Lo que sí me ha atraído mucho es la conexión del teatro con lo judicial, el derecho, el tribunal de justicia. Me has hecho recordar un pasaje, que cito en mi «Cómo se comenta una obra de teatro», del libro de E. Staiger (1946) «Conceptos fundamentales de Poética» (Madrid, Rialp, 1966), que viene como anillo al dedo a nuestro caso: «Tanto en el drama como en el tribunal la vida no está representada, sino juzgada. Por eso mismo el drama tiende desde dentro a revestir la forma de un tribunal, tal como lo vemos atestiguado en innumerables obras teatrales de todos los tiempos. La «Orestiada» de Esquilo alcanza su punto culminante en la escena avasalladora del areópago ateniense, donde los dioses y los hombres aparecen citados a juicio, y los defensores de los poderes de la luz y de las tinieblas, y sobre todo el veredicto de Atenea explican retrospectivamente el curso total de los hechos, desde la marcha hacia Troya hasta la muerte de Agamenón y Clitemnestra. En «Edipo Rey» ha descubierto Sófocles la posibilidad más importante de la poesía dramática: el héroe aparece como juez culpable; la pasión del interrogatorio, el pathos del derecho acaban por destruirle a él mismo. También en «Antígona» tiene lugar un juicio, primero uno humano por medio de Creonte, luego otro divino anunciado por Tiresias. En la tragedia del Barroco es frecuente que aparezca el príncipe para dirimir la disputa» (pp. 184-185). Quede como regalo para el ¿improbable? lector curioso de este cruce de comentarios.

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