Dramaturgia occidental /5

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Ibsen: El pato salvaje

El pato salvaje, de Ibsen, dir. por Sandro Romero Rey (Teatro Nacional, 2022). Foto: Teatro Nacional.

Hay autores que cambian el rumbo de un género o de una literatura. Y no por una generación o un siglo; para siempre. En la lírica occidental hay un antes y un después de Petrarca. Nada posterior se entiende sin él. Lo mismo que la poesía ―y quizás la literatura― en español muta radicalmente a partir de Rubén Darío. Es algo prodigioso y que habría que indagar a fondo.

            Ibsen es uno de esos maestros mágicos. Todo el teatro posterior es ibseniano, lo sepa o no, lo quiera o no; por completo diferente al anterior. Según Siegfried Melchinger, la clave radica en su “dramaturgia del desenmascaramiento”, que se prolonga en dos líneas más o menos paralelas, la de crítica a la sociedad con énfasis en lo ideológico, que tiene a Shaw y Wedekind como continuadores inmediatos, y la que se centra en lo existencial, iniciada por Strindberg y continuada por Pirandello, que pasa por O’Neill y llega hasta Beckett.

            Es curioso notar el gran equívoco de la inmediata recepción de Ibsen, que fue tomado por un agitador social, por un auténtico y radical revolucionario —autor de referencia, por ejemplo, del anarquismo catalán— mucho más que como el gigantesco innovador teatral que fue; basándose, por cierto, como todos, en modelos tradicionales, como la tragedia y la «pièce bien faite». Cierto que parte de su dramaturgia desenmascara los convencionalismos, la hipocresía o los intereses de la sociedad burguesa. Pero no es para tanto. Basta leer El pato salvaje.

            Aunque varias obras pueden disputarle con éxito la primacía —Casa de muñecas, Espectros, Hedda Gabler, Un enemigo del pueblo—, no se puede negar que El pato salvaje (que prefiero a silvestre), de alcance mucho más existencial que social, es una pieza muy representativa de la dramaturgia de Ibsen.

            Se trata de un «drama analítico», cuyo modelo supremo es Edipo rey. Arranca la acción poco antes del desenlace, y la irrupción de los fantasmas del pasado agita más que aniquila el anodino equilibrio del presente. El develamiento de la verdad no puede resultar más inoportuno. No sólo para el pobre protagonista, que intentará volver a enterrarla, sino también para su fanático amigo, obstinado en desvelarla; a cuál más mentecato.

            El personaje menos fatuo defiende la conveniencia de vivir en la ilusión, o sea, en la mentira. Pero nada hay menos trágico que esa negación de la verdad; destructora o curativa, pero necesaria, por enigmático que eso pueda resultar. Aunque la muerte del único personaje inocente purifica en cierto modo el mezquino universo de la obra y la dota de visos de tragedia seca e inesperada. Sólo que al antiguo fatum parecen haberlo sustituido la insignificancia y la idiotez humanas.

             Asombra que pueda construirse un drama tan excelente con unos personajes tan mediocres. Y no parece casual que Buero Vallejo, maestro en ese mismo arte y dramaturgo ibseniano hasta la médula, escribiera una versión española de la obra.


José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com
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2 COMENTARIOS

  1. Suscribo, maestro. Incluso la rotundidad del primer párrafo, que se le sonará a pura exageración a quien todavía no se haya acercado a Ibsen, o enigmático a quien sí lo haya hecho (a Ibsen tanto como a Petrarca y Rubén Darío). ¿Qué hizo que el noruego a finales del siglo XIX cambiara la literatura para siempre? La respuesta simple sería: su valor estético. ¿Y eso cómo se calcula? La respuesta simple sería: mediante una ecuación. ¿Cuáles serían los elementos que comprendería esa ecuación (si aceptamos el disparate de que se pueda usar una ecuación para calcular algo tan subjetivo y «personal» como el valor estético)? La respuesta simple serían los dos elementos comprendería: descubrimiento existencial + transformación formal. Ojalá la idea de esa ecuación fuera mía, pero es de Kundera sintetizando a Mukarovsky. Volviendo al punto de las respuestas simples a grandes problemas: después de Ibsen entendimos que la acción humana tiene una naturaleza particularísima, y que hoy incluso hemos convertido en obviedad y forma parte de la episteme cotidiana: todas las acciones —de la más anodina a la más trascendental— de las personas —del más tonta al más lúcida— son tanto psicológicas como políticas (descubrimiento existencial); y para dar cuenta de la hondura de ese hecho era necesario transformar los procedimientos e ingeniar el drama analítico (transformación formal), fundamentado —como evidencia Szondi— en la epización del tiempo dramático, que con Ibsen se estanca: el teatro, que hasta antes de Ibsen había sido una máquina de hacer futuros, con Ibsen se transforma en un método para rastrear en la escena presente los motivos por los cuales el pasado imposibilita el futuro. ¿Y por qué el futuro es imposible? La respuesta simple sería: porque los humanos somos incapaces de captar todas las implicaciones políticas y psicológicas de nuestros actos; siempre habrá alguna implicación de lo que hicimos que volverá cuando menos lo esperemos y nos cobrará caro ese olvido. Cualquiera que haya vivido lo suficiente sabe que la vida se parece mucho a lo que estoy describiendo; cualquiera se sentirá reconocido en tal estructura existencial, y por eso Ibsen merece ese lugar tan rotundo que le adjudica, maestro: parece que la vida estamos metidos en un drama de Ibsen. No se me ocurre un mejor homenaje al noruego, además, que un texto ibseniano en sí (como el suyo), pues traza el vínculo entre Ibsen y «Edipo rey» (hacia el pasado intracanónico) y también hacia el futuro del autor (nuestro presente), este tiempo nuestro tan conmovedoramente lleno de insignificancia e idiotez, tan ya imposible para lo «auténticamente trágico», porque nuestra tragedia tal vez se deba a que no nos entendemos ni a nosotros mismos y nos negamos a reconocerlo, como tuzudos personajes de Ibsen que somos. Gracias por su texto, maestro, que me hace volver a los grandes.

  2. Gracias a ti, Juan Sebastián, por tu comentario, que es, como suele ser, mejor que mi texto; si no más rotundo, sí más profundo, más filosófico. Entre los dos, si siguiéramos dándole vueltas, dejaríamos un Ibsen niquelado… Pero se trata de un canon, de una lista; no de una enciclopedia. Esta puede quedar como tarea pendiente para ti, que eres joven aún y, lo que es más importante, tienes capacidad y conocimientos para una tarea tan titánica. Así yo pasaría a la historia como tu «Juan Bautista»…
    Agradezco mucho tu estimulante compañía, que ojalá animara a otras personas a colaborar también en la reflexión abierta que es este libro en construcción.

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