García Lorca: La casa de Bernarda Alba

La casa de Bernarda Alba es una cima espléndida y originalísima de la construcción dramática más genuina. Cosa rara en autor que identificamos con la vanguardia, o mejor, con una peculiar fusión de tradición y vanguardia (pero de tradición popular); ambas, en los antípodas del más puro clasicismo, que es lo que respira la obra por los cuatro costados.
El rigor esencial de la tragedia, que es de lo que se trata, no se compadece con la calificación del autor en el subtítulo: «Comedia de mujeres en los pueblos de España»; tampoco con la nota previa: «El poeta advierte que estos tres actos tienen la intención de un documental cinematográfico». Nada más lejos de lo folklórico, de lo documental y de lo cinematográfico (o sea, de lo narrativo) que La casa de Bernarda Alba.
La clave del clasicismo —del bueno— se encuentra en la Poética de Aristóteles y en el principio de unidad, al que se atiene la obra escrupulosamente, empezando por la de acción, que es el fundamento de todas las demás. Si no únicos, muy unitarios son también el tiempo, más compacto quizás por impreciso, y el espacio, tres lugares de una misma casa, en sucesivo repliegue hacia el interior; por cierto, frecuentemente reducidos a uno en las puestas en escena, siguiendo quizás una pulsión general del drama, del teatro, inversa a la del cine por multiplicarlos, como en la adaptación de Mario Camus. Quizás más decisiva, aunque menos patente, sea la unidad de estilo, honda, radicalmente poético, y sólo en apariencia coloquial; que coincide con una cierta homogeneidad de los personajes, que no se sigue sin embargo de ella. También el reparto se somete a los criterios centrípetos de selección y jerarquía propios de la forma “cerrada” más estricta.
Consecuencia de este rigor propiamente dramático es el peso de lo latente, que encarna ejemplarmente Pepe el Romano, cuya ausencia del universo claustrofóbico y puramente femenino de la obra, su ausencia merodeadora, acechante, siempre presente —valga el oxímoron— en la imaginación, en el deseo, en la proximidad física a veces, es un recurso de dramaturgia atinadísimo que tiene, entre otros, los efectos de agigantar su figura —precisamente por invisible, por no ser encarnada por un actor— y potenciar cuanto representa. Aunque siempre ande cerca rondando, es el que nunca entre en escena lo que permite a Pepe ser, en vez de un mozalbete particular, el Hombre, el Varón, el Macho.
El mismo peso de lo latente, del juego dentro/fuera, se puede advertir en el espacio, cuya tematización, pregonada en el título, se confirma con creces en la obra. Esa casa significa, por limitarnos a lo esencial, la opresión, el odio, la represión, la infertilidad y la muerte; frente a la libertad, el deseo, el amor, la fecundidad y la vida que sólo es posible encontrar fuera de ella.
En la escena española de la primera mitad del siglo XX, frente a tantas obras del así denominado “teatro poético”, escrito en verso, al que se reconocen calidades líricas, pero inconsistente desde el punto de vista dramático, se alza el teatro verdaderamente poético —sin comillas— de García Lorca y sobre todo La casa de Bernarda Alba, en cuyo lenguaje, más que en el de sus obras en verso, se produce una conjunción tan potente como delicada de las funciones poética y dramática, con el resultado de que, en vez de estorbarse, lo poético potencia lo dramático y viceversa; lo que constituye sin duda uno de los más prodigiosos aciertos de la obra, si no el máximo.
Si el sintagma “poesía dramática” tiene un significado real, habrá que escudriñarlo en La casa de Bernarda Alba.
José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com
Solo agrego un dato de color, maestro: cuando leí «Conceptos fundamentales de poética» de Emil Staiger, obra notable en la cual separa los géneros por lo que él entiende como formas de ser del género humano o los tres «éxtasis del tiempo» —y que no admiten la interrelación, es decir, que impiden combinar lo lírico con lo dramático o con lo épico— escribí entonces en la primera página: «Staiger no leyó a García Lorca».