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Dramaturgia occidental /12

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Molière: El misántropo

The misanthrope, dir. por Peter Stein (Théatre Montansier/Versailles, 2020).

Creo que en el apabullante acervo del teatro occidental nadie puede disputar a Molière el cetro de la comedia; soslayando la clásica, que no ha sabido llegar hasta nosotros —o al menos hasta mí— con su comicidad intacta. Paradójicamente, la tragedia, enraizada en una visión del mundo extinta (v. La muerte de la tragedia,de George Steiner), se deja leer y representar como si tal cosa, mientras que la comedia grecolatina, con presupuestos similares a los nuestros, resulta inaccesible. La gracia de Molière, en cambio, se mantiene fresca, entera y eficaz. (En el recuerdo, un Tartufo modélico de Adolfo Marsillach.)

            Si alguien puede ostentar el título de “hombre de teatro” es sin duda Molière. Autor, actor, director, productor, empresario, no hay oficio teatral que le fuera ajeno. Conoció los máximos reconocimientos —el aplauso y la firme protección del Rey Sol— pero también los sufrimientos mayores, de su paso por la cárcel a problemas económicos sin cuento, enemistades peligrosas y persecuciones constantes, trabajo en condiciones penosas —incluidos los encargos acuciantes del rey—, por no hablar de los infligidos por su mujer, Armande Béjart, que si no causaron su muerte, seguramente la apresuraron; muerte también muy teatral, al final de una representación de El enfermo imaginario, vestido de amarillo según la superstición farandulera hispana; en realidad, parece, de amaranto.

            La riqueza y variedad de sus comedias es asombrosa. Basta recordar los subgéneros en que suelen agruparse: farsas, comedias-ballet, de intriga, de costumbres, de caracteres. La mayor cantidad de obras maestras se concentra tal vez en este último: no sólo la elegida, sino también Tartufo y El avaro por lo menos. Pero el mismo nivel insuperable presentan otras piezas como El burgués gentilhombre o Las mujeres sabias por caso. El misántropo no cede en calidad ante ninguna de ellas; sí quizás en comicidad: por algo peculiar, casi una anomalía, que esconde cierta clave honda y oscura de su dramaturgia, más visible en esta obra pero que concierne a casi todas.

            Con escrupuloso respeto a las reglas clásicas, asistimos al último día en sociedad de Alceste, un atrabiliario defensor de decir la verdad a toda costa, caiga quien caiga, al que da la réplica su amigo Philinte, portavoz juicioso de la razón social, que le advierte: «Et c’est une folie à nulle autre seconde, / De vouloir se mêler de corriger le monde» (I, 1). Seguramente Molière consideraba ridículo a Alceste. Según Étienne Souriau: «El punto de vista debe ser el de Philinte. Ésa ha sido sin duda la idea de Molière; que ha pensado incluso, ciertamente, que una simpatía de dilección nos ayudaría a ello. Pero hete aquí que la simpatía de dilección se produce al revés. Por una falta artística real de Molière, Philinte, que debería gustarnos y permitirnos juzgar a Alceste desde su punto de vista, no consigue centrar nuestra visión, determinarla. Apenas nos gusta. Y nos gusta demasiado l’homme aux rubans verts, hasta en sus arrebatos, hasta en sus exageraciones y sus errores. De ahí esa incomodidad que experimentaron tan claramente los primeros espectadores».

            Pero el anverso de esa presunta «falta artística» es quizás la clave que dota de una ambigüedad tan incómoda como profunda a la alta comedia molieresca. El temperamento melancólico y reflexivo del autor, naturalmente inclinado a los papeles trágicos, su búsqueda en la tragedia de una hondura y dignidad ajenas a los modelos cómicos de que disponía, el significativo fracaso de su comedia heroica Don García de Navarra, emparentada con nuestra obra, debieron de marcar su peculiar dramaturgia, con el resultado, me parece, de una comedia acechada por lo serio, a punto siempre de virar hacia ello; algo que compartiría nada menos que con El Quijote y que explicaría la vuelta de tuerca de la interpretación que de El misántropo hacen Rousseau primero y los románticos después: el martirio de la virtud natural a manos de la sociedad depravada.            

            Como trasfondo de su deslumbrante talento para la risa, para la farsa, para la sátira, ¿no será esa velada nostalgia de lo trágico lo que hace de Molière el rey de la comedia occidental?


José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com
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2 COMENTARIOS

  1. ¡Querido maestro! Si llegué a entenderla, suscribo su hipótesis según la cual —poéticamente lo formuló usted— la «velada nostalgia de lo trágico» hace de Molière el rey de la comedia en Occidente. Suscribiría yo, pero con un matiz, si me permite el paralelismo: la velada nostalgia de lo trágico unida a la descarada celebración de lo cómico. Molière, creo yo, es lo que es no solo por su exquisita altura intelectual, sino también por su sentido profundamente popular de la risa. Molière —antes que de Platón, Aristóteles, Aristófanes o Menandro— es el gran heredero de los anónimos compositores de la sátira menipea, la fábula atelana y la comedia del arte; imagino a Poquelin en sus giras con su grupo descubriendo y afinando al mismo tiempo el poder intelectual de la risa y su encanto popular (sobre todo su encanto popular, porque en las ferias a nadie le dan monedas por ser sesudo). Dice usted al principio de su texto que la comedia grecolatina nos resulta inaccesible, y puede ser que sea así —si reírse depende de la explicación a pie de página, no hay chiste—, pero la herencia cultural cómica carnavalesca y popular (no letrada), la pulsión de la risa de aquel mundo, es tan rica que no solo nos resulta accesible cotidianamente estando de fiesta hoy, sino que bien podemos reconocerla en Molière desde sus ballets por encargo hasta sus comedias de carácter. Recuerdo el comentario de un estudiante este semestre, cuando leímos a Molière, justamente «El misántropo»: —Profe, es que yo no sabía si reírme de Alceste o compadecerlo. Creo que el gran encanto de Molière radica justamente en ese no-saber-cómo-reaccionar que él sabe despertar perfectamente al velar lo trágico celebrando lo que tiene de cómico. Gracias por su texto.

  2. Bienvenido de nuevo, querido Juan Sebastián, a estas páginas de la «Dramaturgia occidental» y muy agradecido por tus aportes a ella a través de comentarios tan excelentes como estimulantes siempre. Vaya por delante que te doy la razón. En cierto modo está reconocido en mi propio texto, solo que, lo admito, con una concisión exacerbada, en menos de una línea: «Como trasfondo de su deslumbrante talento para la risa, para la farsa, para la sátira…»; línea escasa de la que hace tu comentario una brillante «amplificatio», que suscribo. Ello me hace reflexionar sobre la «misión imposible» que me impongo al intentar decir algo con sentido ¡en una sola página! sobre un autor y una obra de la envergadura de Molière y «El misántropo» (o de Sófocles y «Edipo, rey»). Parece una locura, y quizás lo es. Pero si no lo fuera, quizás la primera consecuencia sería resignarse a renunciar a la pretensión de totalidad para abrazar la limitación o la parcialidad de destacar solo una idea o un aspecto; aunque, eso sí, significativos. Eso creo que es lo que intento hacer, no solo en este, sino en todos los capítulos de mi «canon».
    Siempre me queda la duda de si la idea que destaco en cada caso será, no la más importante, sino suficientemente significativa en relación al «tema», que no es el teatro, sino la dramaturgia. En lo que se refiere a Molière, encuentro en la lectura, que prosigo, ya en el tramo final, de esa maravilla que es «La historia de las ideas estéticas en España» de Menéndez Pelayo, un auténtico genio, único e irrepetible, este pasaje que me reconforta y no me resisto a citar: «Schlegel [Guillermo], exagerando las ideas que sobre lo cómico y la libertad artística corrían entre los románticos (véase la ‘Poética’ de Juan Pablo), se empeña en que la comedia ha de ser todo lo contrario de la tragedia, y el ideal cómico la negación del ideal trágico. La risa de la comedia, según él, nada tiene que ver con la risa amarga y maligna de la ironía. Las invenciones que en Molière y otros poetas de su escuela se llaman cómicas, son en el fondo serias y aun tristes. En la verdaera comedia, jamás la indignación moral contra el vicio debe levantar su voz. Ni el vicio ni la virtud son objeto de la comedia, sino el regocijo sin objeto, la alegría de la vida, el juego libre de la imaginación (idea que Kant y Schiller extendían a todo el arte), la vitalidad exuberante sin dirección a ningún objeto particular y determinado. La teoría es realmente fascinadora, pero ¿qué resulta cuando queremos aplicarle al pìedra de toque de la historia? Que las comedias de Aristófanes, las primeras que cita en apoyo de su tesis, al lado del elemento ideal poético y fantástico, descubren en cada línea intentos de parodia contemporánea, de sátira política, de censura literaria, de aplicación inmediata, en suma, que es todo lo contratio de ese ‘juego libre y desinteresado’ de la comedia que invoca Schlegel para fustigar a Molière.» (Madrid, CSIC, 1994, vol. II, pp. 137-138).

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