Dramaturgia occidental /10

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Corneille: El Cid

El Cid, de Corneille, dir. por Yves Beaunesne (Théâtre de Liège, 2016). Foto: Théâtre de Liège.

«Igual sagacidad se observa en el modo de considerar a Corneille como un poeta medio español», escribe Menéndez Pelayo refiriéndose al Padre Andrés y su Historia de la literatura universal. Me basta que la apreciación se pueda verificar —y se puede— en la obra elegida, El Cid. Seguramente a esa tensión entre dos dramaturgias opuestas por el vértice, entre las severas reglas del clasicismo francés y la libertad sin freno del Siglo de Oro español, entre Racine y Guillén de Castro, debe la pieza uno de sus encantos mayores y quizás el éxito arrollador que conoció.

            El Cid es una obra extraordinaria. Históricamente, es la primera gran tragedia en verso del teatro francés. En palabras de Sainte-Beuve: «Le Cid est une pièce de jeunesse, un beau commencement, le commancement d’un homme, le recommencement d’une poésie et l’ouverture d’un grand siècle». Es también paradigma de un fenómeno tan frecuente como enigmático: la obra, generalmente de juventud, que consagra a un autor y que, a la vez, inaugura y culmina su producción mayor, dotada de una gracia especial contra la que nada puede la supuesta mayor perfección de las obras maestras que prologa y con la que, en fin, se le termina identificando.

            Corneille pertenece a una generación que se resiste aún a la disciplina que se le intenta imponer en arte y en política. La historia externa de El Cid es tan interesante como ejemplar. Celosos del éxito de la obra, un grupo de autores menores crean una camarilla para combatirla con la ayuda del todopoderoso Richelieu, que se preciaba de escribir y que obligó a la Academia Francesa a pronunciarse. El resultado fue una mezcla agridulce de las malévolas ruindades del cardenal y la admiración indisimulable de los académicos. Les Sentiments de l’Académie sur Le Cid no contentó a nadie y dañó el prestigio de la institución, que decidió no mezclarse más en esas batallas literarias.

            Como dramaturgo, la exuberancia de la inspiración de Corneille se ve entorpecida por las reglas demasiado estrictas del clasicismo. En su Examen du Cid admite que es la obra en que se permitió el máximo de licencias, aunque «pasa todavía por la más bella para quienes no se someten a la última severidad de las reglas». Reconoce «que la regla de las veinticuatro horas comprime demasiado los incidentes de esta pieza» (por ejemplo, que el duelo con Don Sancho suceda dos horas después de la huida de los moros, derrotados por Rodrigo, sin duda agotado y quizás herido tras la batalla). La unidad de lugar, «que —dice— no me ha dado menos fastidio en esta obra», brilla por su ausencia, pues aunque todo sucede en Sevilla «y guarda así una especie de unidad de lugar en general», lo cierto es que «el lugar particular cambia de una escena a otra»: palacio del rey, apartamento de la infanta, casa de Jimena, una calle o plaza, etcétera.

            Este tira y afloja entre dos dramaturgias, que podría haber tenido consecuencias desastrosas, se resuelve en el caso de El Cid en un feliz contrapunto que es la clave de su logro artístico y de su éxito. La española se impone en el tratamiento del espacio y subyace al del tiempo, suavizando lo que tiene de forzado o inverosímil; la francesa, en la unidad de acción, en el rigor y naturalidad del verso y quizás sobre todo en la estructura: Corneille sabe acendrar Las mocedades del Cid para quedarse sólo con lo universal y hondamente humano, prescindiendo de lo superfluo.

            No sé si los excesos que denuncia Lessing en su acerba crítica de Rodoguna son o no de filiación española. Pero lo cierto es que El Cid es un drama medio español sin duda, y Corneille, quizás, un dramaturgo medio español también.


José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com
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3 COMENTARIOS

  1. Hola de nuevo, Dr. García Barrientos, José Luis querido.

    Una gozadera son tus entregas y este gota a gota con que nos regalas. Por la condensación de tu saber, tanto como por las lecturas (que contienen otras y otras lecturas) a que nos invitas.

    Me mueve que en tu respuesta al comentario anterior acuñes el término «ficción teórica». A decir de Jorge Volpi (La invención de todas las cosas, 2024), quien sigue Yasnaya Aguilar (ambas destacadas autorías de la actualidad mexicana), la ficción subyace entre la jocosa ocurrencia y la mentira. Aclaro que hay un guiño en la afirmación. Volpi explica que los relatos, acaso los más atractivos, encantan por sus excesos y falseamientos, es decir, por su invención tan libérrima como fascinante. Ya lo anotabas, respecto al Cid de Corneille. Su inventiva desbordó los presupuestos teóricos (los ficticios límites impuestos a las ficciones). Y esa desobediencia hizo posible una obra ejemplar, y desde luego, incitó a la teoría misma (sistema ficticio sobre las ficciones) a su expansión, que imagino gozosa.

    Atrevo una nota, mentira pura que aspira a la ficción, sobre una triple o acaso cuádruple influencia sobre el autor francés con su tema español. Sobre advertencia, nadie se llame a engaño.

    Me hago acompañar por otras voces, sin duda autorizadas, para articular mi intento. Don Pedro Henríquez Ureña, en senda conferencia sobre Don Juan Ruiz de Alarcón, dictada en 1915 en la entonces Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México, sostiene:

    «Alarcón crea, dentro del antiguo teatro español, la especie, en éste solitaria, sin antecedentes calificados ni sucesión inmediata, de la comedia de costumbres. No sólo la crea para España, sino también para Francia : imitándole, traduciéndole, no sólo, a una lengua diversa sino a un sistema artístico diverso, Corneille introduce en
    Francia con Le Menteur la alta comedia, que iba a ser en manos de Molière labor fina y profunda.» (12)

    Henríquez Ureña imagina (o inventa) un vínculo que me interesa. Vuelve a Corneille, además de lector de Ruiz de Alarcón, su traductor e introductor en la francofonía, nada más y nada menos que con El mentiroso, después conocida como La verdad sospechosa. Y sugiere que hay una influencia legible del mexicano en los enormes trágico y comediógrafo franceses. ¿Será cierto? A su favor, Antonio Castro Leal, unas décadas después (Juan Ruiz de Alarcón. Su vida y su obra, 1943), refiriéndose a la importancia de La verdad sospechosa alarconiana, y puntualmente a la confección del carácter:

    «Lo que da a esta comedia una importancia capital en la historia del teatro español y aun del teatro europeo, es
    que es el primer campo de batalla donde triunfa definitivamente la comedia de carácter sobre la comedia de enredo. La verdad sospechosa participa de la trama construida mentalmente, […] y de la pintura de caracteres […]; pero a pesar de que ambas técnicas se completan perfectamente, creando al mentiroso cuyas mentiras todos creen y preparando al mismo tiempo la ocasión para que diga la verdad que nadie creerá, lo importante es la pintura de Don García como un tipo coherente y cabal cuya conducta tiene sus raíces, como sucede en la vida, en su propio carácter, en su modo de ser. Y así lo entendió Molière, que sabía, como nadie en su tiempo, el valor teatral de la forma de presentación de los personajes y que, habiendo conocido la obra de Alarcón a través de Corneille, declaró que ella lo había orientado hacia la comedia de caracteres. Este es el valor de La verdad sospechosa en la historia del teatro y en el desarrollo de la obra alarconiana.» (136-7)

    El dueto de sabios americanos ficcionan que Ruiz de Alarcón brinda con su genio mal comprendido la arbórea sombra que que cobija a los genios franceses. Rodolfo Usigli (Juan Ruiz de Alarcón en el tiempo, 1967), primero de los teóricos de la modernidad teatral mexicana, él mismo hombre de ficciones, va más allá para imaginar que el influjo alarconiano alcanza al veneciano Carlo Goldoni:

    «Cuando al fin muere en 1639, famoso ‘así por sus comedias como por sus corvas’, podría creerse que todo esto ha terminado y que él descansará. Sin embargo, Corneille lo imita con la convicción de imitar a Lope; Molière lo sigue al través de Corneille, Goldoni sólo al través de Corneille y Molière: la fuente sigue viva, pero innombrada […]» (16)

    Es decir, el dramaturgo imagina (inventa, ficciona, pues) que la influencia alarconiana es ligeramente más intensa al punto de la imitación, no obstante, como dije líneas arriba, en calidad de sombra, dice Usigli, desde la discreción que aparentemente caracterizó al poeta taxqueño en vida. Mi punto, hasta aquí, es el de indicar el influjo del mexicano en el autor francés, imagino que asiduo lector de la literatura en nuestra lengua. Por mi cuenta añado, a la de las ínclitas autorías que convoqué, la invención siguiente.

    Encuentro que hay una semejanza fabular, unos trazos generales muy cercanos, entre La culpa busca la pena y el agravio la venganza de Ruiz de Alarcón y el Cid corneilliano, en cuanto al mandato que el honor le impone a un hijo de lavar con sangre una afrenta y su renuencia a efectuarla, movido por un amor que le desgarra. Contradicción que, en alguna medida, está prefigurada por el Hamlet del isabelino.

    Pues bien, aquí me detengo. Y me disculpo por la chocantería de mi comentario, pero esas conexiones se dispararon en mi atribulada mollera, nada más con leerte.

    Un abrazo.

  2. Pd. Añado unas líneas sobre la tercera y cuarta fuentes de influencia. Si puede aceptarse la ficción que sustenta la imagen de Corneille traductor de Ruiz de Alarcón, en quien se inspira, ¿puede olvidarse que a su vez, el primero de los dramaturgos mexicanos recibe influencia e inspiración del Fénix de los ingenios? Su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo funda una de las escuelas de la desobediencia, al parecer.

  3. Qué maravilla, querido Edgar Gabriel. No sabes cuánto te agradezco estas puntualizaciones interesantísimas, sobre las que volveré cuando tenga que hacer frente a vuestro Ruiz de Alarcón. ¡Ah, si este modesto libro encontrara muchos interlocutores como tú…! Mejor dicho algunos, porque muchos no hay. Gracias infinitas. También en nombre del lector curioso que se tope con el regalo de tu comentario, tan bien escrito además como es marca de la casa.

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