Brook, artista-investigador: “Brook I Ching”

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En el centenario del natalico del director británico Peter Brook, retomamos este texto que el crítico, historiador y académico Jorge Dubatti publicó en Paso de Gato

Peter Brook. Foto: Douglas H. Jeffery

Junto a sus puestas en escena y sus películas, Peter Brook nos ha legado sus libros de reflexión. Son numerosas sus publicaciones ensayísticas, hecho que demuestra el interés permanente de Brook por la autoobservación y la producción de pensamiento sobre el arte. Citemos algunas de ellas, por su primera edición, ya sea en inglés o en francés: The Empty Space (El espacio vacío, 1968), The Shifting Point 1946-1987 (traducido como Provocaciones, o también Más allá del espacio vacío y Cambiar el punto de vista, 1987), Le diable c’est l’ennui (El diablo es el aburrimiento, 1991), The Open Door (La puerta abierta, 1993), There Are no Secrets (No hay secretos, 1993), Avec Shakespeare (Con Shakespeare, 1998), Threads of Time (Hilos de tiempo, 1999), Entre deux silences (Entre dos silencios, 2001), Oublier les temps (Olvidar los tiempos, 2003), The Quality of Mercy (La calidad de la misericordia, 2013), Tip of the Tongue (Punta de la lengua, 2017), entre otras. No todas han sido traducidas al castellano, al menos hasta hoy. Ojalá pronto lo sean. Hay que destacar, en español, el tomo Conversaciones con Peter Brook 1970-2000 (2005). 

Son libros de artista-investigador. Llamamos así a quien produce pensamiento a partir de su trabajo creador o de la toma de posición personal, territorializada, sobre la labor de otras/os artistas, o sobre el mundo. Brook fue un notable filósofo de la praxis artística, generador de conocimiento desde/para/sobre su hacer como director teatral y cineasta. Su pensamiento se manifiesta sustentado, avalado, respaldado por las dinámicas y el valor de su obra. En sus ensayos, además, siembra metarreflexiones sobre el significado relevante de la reflexión de las/los artistas. Brook se autoobserva empírica, teórica y epistemológicamente; le interesan el estudio de los casos particulares, el salto a la abstracción y la conciencia sobre las condiciones de producción y validación de conocimiento desde el arte. 

De todos sus libros, el más leído y citado, y sin duda el más abarcador (en su espectro teórico de temas y problemas), es el inicial: El espacio vacío, al que volvemos permanentemente. Cuando lo publica, en 1968, tiene más de veinte años de experiencia y la concreción de algunas puestas en escena y películas memorables (entre ellas, Marat/Sade, vinculada a sus experiencias de experimentación sobre textos de Artaud en los años sesenta). Brook propone allí cuatro conceptos operativos para pensar las artes escénicas en el presente y en la historia, articulados en sus correspondientes capítulos: “teatro mortal”, “teatro sagrado” (o de lo “invisible-hecho-visible”), “teatro tosco” y “teatro inmediato”, con sus contracaras u opuestos complementarios respectivos (teatro “vivo”, teatro “de lo visible-hecho-visible”, teatro de refinamiento de élite y teatro “mediato”). Son conceptos-herramientas de gran utilidad tanto para las/los creadores y las/los investigadores, como para las/los críticas/os, para las/los espectadores y gestores. 

Pero El espacio vacío va mucho más lejos que lo que enuncian sus cuatro capítulos. Brook es consciente de que, deliberadamente, produce un pensamiento sobre sus propias experiencias, y que la reflexión sobre las experiencias (como sostiene tempranamente el pragmatista John Dewey) es maravillosa fuente de conocimiento. “He de circunscribir mis opiniones y hablar del teatro tal como lo entiendo, autobiográficamente” (p. 133), sostiene. Brook asegura que la teoría es inexorablemente autobiográfica y no necesaria o directamente universal; que está ligada a horizontes de experiencia anclados histórica y geográficamente. Si una idea o un concepto acceden a la universalidad, lo será como consecuencia imprevisible, pero no por el origen de su concepción. 

Brook también sabe que el suyo es un pensamiento territorializado en sus prácticas, y como tal debe ser leído, así como apropiado y multiplicado por otras/os artistas desde la autoobservación de otras prácticas, las de cada cual. “Si alguien intentara usar este libro como manual, debo advertirle que no hay fórmula, que no hay métodos” (p. 134). El espacio vacío: ni manual de teoría ni de metodología, tampoco de ejercicios para el taller de formación o entrenamiento. La intención de estos pensamientos no es —insistimos— acceder a una supuesta universalidad; si lo hacen, será como resultado de un largo proceso a posteriori de comprobación y validación a cargo de las/los otras/os, y ese camino excede a su generador.

Brook, además, reconoce la importancia del pensamiento producido por otras/os artistas: “Esta es nuestra única posibilidad: no perder de vista los juicios de Artaud, Meyerhold, Stanislavsky, Grotowsky, Brecht, y luego compararlos con la vida del lugar concreto donde trabajamos” (p. 114). No alcanza con hacer teatro; hay que conocer la obra y el pensamiento teatral de las/los referentes, ver y leer. Brook quiere que las/los lectores de sus ensayos hagan con ellos lo mismo que él hace con los de los maestros que menciona: tomar sus pensamientos territorializados en sus prácticas y reterritorializarlos en la propia praxis. También propone discutir a las/los maestras/os desde la generación de nuevas experiencias y pensamientos: “La frase de Stanislavsky ‘construir un personaje’ es desorientadora, ya que un personaje no es algo estático ni puede construirse como si se tratara de una pared” (p. 154). Se permite discutir a Stanislavsky o a Brecht, como también quiere que sus lectores discutan El espacio vacío desde su propio campo de afecciones e ideas. Yo le discutiría, por ejemplo, muchas de sus afirmaciones sobre el teatro latinoamericano, que observo muy condicionadas por el mirage cultural eurocentrista. Hay que pensar su invitación a discutir como la propuesta de un diálogo de pensamientos territorializados en las prácticas. Diálogo de cartografías teatrales. De la misma manera Brook asevera: “Ni por un momento pongo en entredicho el derecho a reescribir un texto de Shakespeare: al fin y al cabo, los textos no se echan al fuego. Toda persona puede hacer con un texto lo que crea necesario, sin que nadie padezca” (p. 109). 

Para Brook las prácticas artísticas encierran una metafísica, que se explicita en la producción de pensamiento desde/para/sobre las prácticas concretas. “El escenario es un reflejo de la vida —afirma—, pero esa vida no puede revivirse por un momento sin un sistema de trabajo basado en la observación de ciertos valores y en la formación de juicios sobre tales valores” (p. 132). Esa metafísica se encarna en el pensamiento teatral, bajo distintas formas: la oralidad de la charla y la entrevista, o la escritura de una carta, un manifiesto, un artículo, una tesis, o en las formas híbridas de la conferencia performativa y el metateatro. Es lo que en Filosofía del Teatro llamamos “concepción”, aspecto fundamental de las poéticas.

Como sostuvimos arriba, El espacio vacío es el ensayo de Brook de más amplio despliegue en temas y problemas, si se lo compara con Provocaciones, La puerta abierta o Punta de la lengua. Alguna vez escuché a Mauricio Kartun decir que usaba las obras completas de Shakespeare como un “Willy I Ching”: al azar abría el libro y apuntaba con el dedo un lugar de la página, y al fragmento elegido imprevisiblemente le otorgaba un valor oracular. El espacio vacío puede valer también como un “Brook I Ching”, o acaso como un “libro de horas”, una Biblia brookiana donde las/los teatreros cada día del año elegimos un párrafo para reflexionar.

Pongo en práctica el “Brook I Ching” y abro al azar el libro, señalo aleatoriamente un fragmento. “Todo trabajo tiene su propio estilo, no puede ser de otra manera; todo período tiene su estilo. En cuanto intentamos señalar con precisión este estilo estamos perdidos” (p. 13). Pensamiento infinito encerrado en pocas palabras, observemos algunos de sus planos: Brook nos dice que cada puesta en escena, cada película, es un sistema complejo único, y por lo tanto tiene su propia poética, hecha de miles de detalles, hecha del “detalle del detalle del detalle” (como dice Brook en el film documental Brook par Brook, dirigido por su hijo Simon), lo que en Poética Comparada llamamos “micropoética”; nos dice también que si cambia la historia, cambia la enunciación creadora y cambian las poéticas, por lo que cada obra es un nuevo desafío de descubrimiento e invención y que la trayectoria de un/a artista es un permanente cambio de punto de vista; agrega que las poéticas conviven, en su diversidad, en un canon de multiplicidad, fenómeno de destotalización que se acentúa en el siglo xx, con las vanguardias, y especialmente en la posvanguardia luego del cierre de la Segunda Guerra Mundial; también afirma que es imposible determinar los límites de una poética, porque es un universo inmanente infinito (en sí mismo) y porque hay una zona de misterio que nos resulta indescifrable (sobre todo cuando estamos ante una gran poética), que es en vano armar sistemas cerrados de conocimiento porque el acceso al arte es poroso con otros campos. Y así podríamos seguir. Dos renglones de Brook son un condensado, un estratificado a develar y develar, una firme estimulación a pensar(se).

Jorge Dubatti. Foto Teatro UNAM

Abro nuevamente el libro al azar y el dedo cae sobre estas otras líneas: “A la sala teatral se llega por dos entradas: el vestíbulo y la puerta del escenario. ¿Hay que considerarlas como eslabones o verlas como símbolos de separación?” (p. 171). Y poco más abajo agrega: “También el público se viste con esmero [como los actores], con el fin de señalar su salida del mundo cotidiano y su entrada en un lugar de privilegio a lo largo de una alfombra roja” (p. 171). Recuerdo que en otro momento, que ya había leído, más adelante, observa: “Hoy en día el problema del público es el más importante y difícil con que nos enfrentamos” (p. 177). Brook propone que las/los espectadores dejen de ser una omisión en el pensamiento de las/los creadores. El espectador-creador es también un artista, aspiramos a que lo sea, y se dispone al acontecimiento teatral como ante una ceremonia extracotidiana. Pensar al público no es solo un problema estético o teórico, sino también de gestión: Brook habla de construir un “nuevo” público, tarea en la que se embarcan hoy las Escuelas de Espectadores. “Evocar en los espectadores una innegable sed y hambre” (p. 179).

Notable artista-investigador, Brook nos seguirá incitando desde sus libros a producir nuestro propio pensamiento.

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