Este drama que se desarrolla en el siglo XIX nos lleva a los tiempos turbulentos de los brotes rebeldes durante el virreinato español en algún país sudamericano. Con sus personajes —un actor y una actriz jóvenes y una comediante ya consolidada—, asistimos a la manifestación de las relaciones de poder que, quizá hasta la fecha, enfrentan los jóvenes que aspiran a ser artistas teatrales. Una historia entrañable de amistad y sueños en la que se entreveran fragmentos de Calderón de la Barca.
A Elio
Personajes
Don Pedrito
Doña Ana
Doña Mercedes
La acción se desarrolla en una metrópoli virreinal, hacia fines del siglo XVIII.[1]
— Escena I —
Camarín de Don Pedrito.
Frente al espejo, Don Pedrito se quita el grueso maquillaje de galán con el que acaba de representar. Luego cubrirá su avanzada calvicie con peluca dieciochesca y se dibujará un coqueto bigotillo y lunar para salir de conquista. En voz baja cuchichea las últimas acciones de los indios rebeldes contra el poder español.
Ana no lo escucha: sentada junto a la puerta que conduce al escenario, está absorta en el monólogo de Rosaura,* que con grandilocuencia trágica recita frente al público Doña Mercedes. Ana tiene sobre su raída falda de segundona una labor de costura que de tanto en tanto retoma, suspensa en los sonidos que provienen de la representación.
Don Pedrito: (Marcado acento español.) ¿Te imaginas, Ana de mi alma, si me viera mi madre? “¡No te ha bastado, Pedro mal nacido, con que te echen de España por tus vicios, que ahora también reniegas de tu patria!” Y es que llevaría razón al maldecirme la pobrecilla: no he hecho más que contrariarla desde el mismo día que me parió… ¡Pero, al fin y al cabo, dime tú, ¿qué me ha dado España más que unas cuantas patadas en el culo?! “Ya encontrará piedad tu calentura —me dije al partir— entre tanto hombre solo y carne de convento…” ¡Y qué tierra piadosa la tuya, Ana, que no ha habido indio, mestizo o español que no me haya llenado las asentaderas de piedad! (Evoca risueño.) ¡Hasta el hartazgo!… ¿Pero has visto su bocaza húmeda… y aquellos hombros de minero… y esas carnes recias…? (Se estremece y baja aún más la voz.) Se han alzado en la hacienda del marqués, y el pueblo entero se ha marchado con los rebeldes… Ana de mi alma, ¿he de ser un cortesano del nuevo imperio, o me quebrarán los huesos por traidor?… ¡Soy tan sólo un comediante!… Si no fuera por esta sangre que me hierve y que me ha de hacer perder la cabeza… (Baja la voz hasta un murmullo casi inaudible.) Ana, debes ayudarme… tú eres hija de estas tierras… haremos la función para los rebeldes… este indio mío ha escrito unas cuartillas… ¿lo creerás tú?: para terminar de trastornarme me ha salido poeta!… son muy bellas… encendidas… apasionadas, como a ti te gustan… Desde la sala llegan los aplausos y entusiastas bravos del final.
Ana estalla enfurecida arrojando lejos de sí la labor de costura.
Ana: ¿Pero no escuchas? ¿No escuchas cómo la aplauden? ¡No puedo sufrirlo! ¡No puedo sufrirlo más! ¿Es que tendré que envejecer como segundona? ¿O acaso he de malgastar mi talento cosiendo sus encajes y terciopelos? ¡No quiero oír! ¡Hazlos callar, Pedro mío, que se callen! ¡Ya no puedo soportarlo!
Ana se desploma rabiosa de envidia. Don Pedrito se vuelve sorprendido, con su bigotillo a medio dibujar.
— Escena II —
Escenario. Puede leerse sobre la boca del mismo esta leyenda en letras doradas: «Es la comedia espejo de la vida». Sobre el tablado, sólo unos trastos de utilería y la acerada luz de ensayo de un candil.
Doña Mercedes ha ceñido sus carnes con los encajes y terciopelos del personaje de su próxima comedia. Se observa golosamente en un espejito de mano mientras Ana, a sus pies, termina de coserle el ruedo.
Ana: Permítame decirle, doña Mercedes, cuánto me ha conmovido la función de la víspera… ¡Ha estado usted soberbia!
Doña Mercedes: (Sonriendo.) Y, sin embargo, ¡nada más efímero que el éxito de un actor! Ayer de estreno… y ya metiéndome en las galas de un nuevo personaje… Después me ajustas el cinto… ¡esta manía tuya de soltarme el talle! ¿Es que me ves gruesa acaso?
Ana: Se ve usted bellísima, doña Mercedes…
Doña Mercedes: (Recitando complacida sus nuevos parlamentos.)
“Viendo estoy mi beldad hermosa y pura;
ni al Rey envidio, ni sus triunfos quiero,
pues más ilustre imperio considero
que es el que mi belleza me asegura…”*
(Chasqueando los dedos.) ¡A ver, venga, qué seguía!
Ana: (Memoriza, con esmero.)
“Porque si el Rey avasallar procura
las vidas; yo, las almas; luego infiero…”*
Doña Mercedes: Ya está, ya recuerdo, cállate…
“Porque si el Rey avasallar procura
las vidas; yo, las almas; luego infiero
con causa que mi imperio es el primero,
pues que reina en las almas la hermosura…”*
(Se ríe, gozosa.) Sí que tenía entendimiento este Calderón de los demonios… ¿Eh, qué piensas tú, mi querida segundona?
Ana: ¿Yo?… que… que ha de ser muy bello recitar esa parte, y pasearse como reina por el tablado…
Doña Mercedes: ¡Pero es que yo no paseo como reina! ¡Yo soy una reina! Sólo si vives tu parte llegarás a ser una gran actriz. ¿Lo entenderás, pequeña figurante?
Ana: Claro, doña Mercedes, sólo quiero aprender de usted…
Doña Mercedes: (Riéndose halagada.) ¡La letra! ¡Vamos! Sigue…
Ana: Sí, sí… estábamos en…
Doña Mercedes: (Maliciosa.) … “pues que reina en las almas la hermosura”.
Ana: “Pequeño mundo la filosofía
llamó al hombre; si en él mi imperio fundo…”*
Ana mira a Doña Mercedes, indecisa.
Doña Mercedes: ¡Vamos, sigue tú!
Ana: “como el cielo lo tiene, como el suelo;
bien puede presenciar la deidad mía…”*
Doña Mercedes: Has dicho deidad… A ver, camina, debo ver tu deidad, debo creerte…
Ana: (Transformándose en sus ropas de segundona, se desliza con elegancia por el tablado.)
… “bien puede presenciar la deidad mía
que el que al hombre llamó pequeño mundo
llamará a la mujer pequeño cielo…”*
Ana se vuelve hacia Doña Mercedes y espera con ansiedad.
Doña Mercedes: (Luego de un pesado silencio, durante el cual mira a Ana con severidad, estalla en un aplauso.) ¡Bravo! ¡Bravo, muy bien!
Ana: ¿De verdad estuve bien? ¿Le ha gustado? Dígame qué he hecho mal, doña Mercedes…
Doña Mercedes: Nada… (Sonriendo maliciosamente otra vez.) Sólo que te has equivocado de papel… (Recita, con repentina crudeza.)
“Es mi papel la aflicción,
es la angustia, es la miseria…”*
¡Vamos, sigue! ¿O es que no sabes tu parte?
Ana: (Con orgullosa humildad.)
“La desdicha, la pasión,
el dolor, la compasión,
el suspirar, el gemir,
el padecer, el sentir,
importunar y rogar…”*
Ana comienza a sentir su personaje hasta dar de sí una conmovedora interpretación ante los ojos alertas de Doña Mercedes.
“el nunca tener que dar,
el siempre haber de pedir.
El desprecio, la esquivez,
el baldón, el sentimiento,
el hambre, la desnudez,
el llanto, la mendiguez,
la inmundicia, la bajeza,
el desconsuelo y pobreza,
la sed, la penalidad,
y es la vil necesidad,
que todo esto es la pobreza”.*
Ana ha terminado y espera, exhausta, el veredicto de Doña Mercedes.
Doña Mercedes: (Acercándose a Ana y acariciándole los cabellos.) Me gustas… Tienes la fiereza de una gran actriz… y tus ojos arden de ambición… Me gustaría saber qué ocultas detrás de tu modestia, cuál es la materia de tus sueños… ¿Acaso quieras ocupar mi lugar? Debes sentir que te sobra talento para hacerlo, ¿no? O tal vez mi lugar sea poca cosa para tu gran sino de trágica, y te imagines interpretando a Rosaura en los corrales de Madrid… ¿Sabes? Dicen que mi abuela llegó a representar en el Palacio del Buen Retiro… y en todos mis juegos de niña me veía actuando frente al Rey y su familia, en un teatro cubierto de oro y tapices de Persia… ¿No será ése acaso tu destino, “doña” Ana? (Echándose a reír de pronto, groseramente.) Estuviste muy bien, mi querida segundona…
Ana: (Besándole la mano.) Gracias, doña Mercedes… no se imagina usted qué importante es para mí su aprobación y su consejo… sólo aspiro a parecérmele… aunque sea un poco…
Doña Mercedes: (Imitándola.) … “y es la vil necesidad, que todo esto es la pobreza”.*
Doña Mercedes se ríe y Ana también, complaciéndola.
Doña Mercedes: Aunque quizá sólo lo hiciste bien porque te sienta el personaje… (Doña Mercedes deja de reírse.) Estudia, mi pequeña figurante, sigue observándome y aprendiendo… lo demás, si ha de venir, vendrá… ¿Pero me ajustarás de una vez el talle?
Ana, confundida, se arrodilla nuevamente a los pies de Doña Mercedes.
— Escena III —
Cuarto de alquiler de Don Pedrito, en los fondos de una “escuela” de baile. Llegan desde el salón el bullicio de la música y las risas de las prostitutas y sus clientes. Don Pedrito se las ha ingeniado para transformar la precariedad del cuarto en vistosa extravagancia: sobre el piso y las paredes húmedas ha colocado tapices, alfombras y cuadros que alguna vez formaron parte de la utilería del teatro; con un chal rojo ha tapado la
lámpara, para obtener una semipenumbra insinuante; y en lugar preferencial, una estatua de cupido, debajo de cuyas vergüenzas puede verse una bandeja con una botella de vino y dos copas de plata. desde un alto ventanuco se descuelga un rayo de luna.
La puerta se abre, y Don Pedrito entra trayendo en brazos a Ana. Ambos están completamente borrachos.
Ana: ¿Qué haces, Pedrito? ¡Déjame! Volvamos al salón, quiero bailar hasta el amanecer…
Don Pedrito: Buena la has cogido: ya ni te sostienes ¿y has de seguir bailando? (Echándola en su cama.) ¡Vamos! ¡A dormir la mona, que si seguimos alborotando me han de echar a patadas a la calle, y no tiene uno todos los días la suerte de alquilar un cuarto en la casa de citas!
Ana: ¿Y si se descuelga por la ventana tu minero y me encuentra en tu cama?
Don Pedrito: Me consta que ni tú ni yo le daremos descanso al pobrecito…
Ana: (Pegándole cariñosamente.) ¡Bribón! ¡Qué fama me has echado!… (Riéndose de pronto, divertida.) ¿Te acuerdas de aquella noche con Manuel…?
Don Pedrito: (Echándose a reír también.) ¡Don Manuel Rodríguez! Me parece verle aún, aferrado al libro de Rousseau como un santo a la Biblia, en aquel catre maltrecho, y entre estos dos demonios…
Ana: Y tú que le decías: “Don Manuel, deje usted a Rousseau y abráceme, dejará de tener frío…”
Don Pedrito: Y tú que lo empujabas: “Anda, Manuel, no soy celosa…”
Ana: ¡Y Manuel que dejaba la cama echando furias, y se tendía cuan largo era sobre la piedra helada!… Sí que era un gran hombre…
Don Pedrito: El mejor que has tenido…
Ana: Ni siquiera me ha escrito una carta…
Don Pedrito: ¿Pero estás loca? ¿Piensas que un hombre como ése te comprometería?
Ana: Muchas veces he gritado en las noches soñando que lo mataban…
Don Pedrito: Es demasiado astuto para dejarse prender… Estará ya en la Francia, y volverá a estas tierras cuando soplen vientos de libertad…
Ana: Quisiera tenerlo en mi cama…
Don Pedrito: Licenciosa: añoras más su culo que sus ideas…
Ana: (Riéndose otra vez.) ¡Cállate, y sírveme una copa de vino!
Don Pedrito: ¿Seguirás bebiendo, vive Dios?
Ana: ¡Sí! Y esta vez… ¡brindemos!
Don Pedrito: (Sirviendo el vino.) ¿Y por qué, si es que puede saberse?
Ana: ¡Por mi porvenir en el teatro!
Don Pedrito mira a Ana desorientado.
Ana: Escúchame: doña Mercedes me ha dicho que tengo talento… (Gozosa.) ¿Qué me dices?
Don Pedrito: Pues… ¿Acaso no te lo he dicho yo siempre?
Ana: ¿Pero es que no te das cuenta? ¡Me lo ha dicho ella! Oye, Pedrito de mi alma, voy a hacerte una confesión: juro ante ti que yo, Ana Carreras, mestiza de condición, he de llegar a ser la primera dama del teatro del Virreinato… ¡Ella me ayudará!
Don Pedrito: Tú estás borracha…
Ana: ¿Es que no te alegras conmigo?
Don Pedrito: ¡Ella no te ayudará sin cobrarte por eso!
Ana: ¡No la juzgues tan mal!
Don Pedrito: ¿No te acuerdas de cuando nos acogió en su teatro cubiertos de sarna y piojos? ¿Crees que nos dio asilo su bondad? ¡O fueron sus descarriados ojos, que midieron hambrientos mis vergüenzas! ¿Por qué crees que me ascendió a galán sino para que calentara sus sábanas áridas? Bien sé yo de la humillación que recibo en pago por haberla rechazado…
Ana: Oh, Pedrito, ya ha pasado mucho tiempo desde entonces…
Don Pedrito: ¿Pero es que no lo entiendes?, ¡ella no es de fiar!… Dime, Ana, tú quieres colaborar con los rebeldes, ¿verdad? Pues bien, ¡no puedes hacer funciones para los sublevados y aceptar los favores de Mercedes! ¡No puedes hacerlo! ¡Te obligará a tomar una posición! Escucha: la han visto entrar de noche al Fuerte… y volver al amanecer con las joyas del Virrey…
Ana: Pero ¿qué tengo que ver yo con todo eso? Yo soy sólo una actriz…
Don Pedrito: Y yo sólo un actor… pero estoy enamorado… de él: de su boca, de sus manazas fuertes, de sus hombros de minero, de su culo, y de sus ideas… también de sus ideas… como un día tú quisiste a Manuel….
Ana mira a Don Pedrito con esquivez. Por la ventana se descuelga una soga.
Ana: Ahí está tu minero.
Ana se levanta de la cama y pone orden en su ropa.
Don Pedrito: ¿Qué haces?
Ana: No estorbar.
Don Pedrito: Tú nunca me has estorbado.
Ana se dispone a salir. Pero antes se vuelve y besa a Don Pedrito en la frente. Luego abre la puerta y sale. Don Pedrito observa pensativo la soga que se menea en lo alto.
— Escena IV —
Escenario. La figura de Don Pedrito se recorta en la penumbra: estudia su parte a la luz de una vela. Entre las sombras del foro aparece Doña Mercedes. En puntas de pie, y con un pañuelo de seda entre las manos, avanza hasta Don Pedrito, sin que éste lo advierta, y al llegar junto a él, le cubre los ojos, divertida.
Don Pedrito: (Sobresaltado.) ¡Válgame Dios… ¿eres tú, Ana?!
Doña Mercedes: Frío… frío…
Don Pedrito: ¡Usted, doña Mercedes, ¿es posible?!
Doña Mercedes: Tibio… tibio…
Don Pedrito aparta de sus ojos las manos de Doña Mercedes y la mira con curiosidad.
Doña Mercedes: Soy la virreina…
Don Pedrito: ¡¿La virreina?!
Doña Mercedes: (Acercándose hasta tocar el cuerpo de Don Pedrito.) ¡Caliente, don Pedrito, bien caliente!… Aunque debiera decir mejor: la perra del Virrey…
Don Pedrito la observa confundido.
Doña Mercedes: ¿No me felicitas?
Don Pedrito: Por fin lo ha logrado usted.
Doña Mercedes: ¿Has visto?… He llegado a encumbrarme en el Fuerte… y no he podido arrastrarte hasta mi cama…
Don Pedrito: Es que el amor no trepa por la escalera del poder, doña Mercedes…
Doña Mercedes: No, claro que no… antes bien desciende a las minas a revolcarse entre la inmundicia…
Don Pedrito: (Con impaciencia.) ¿A qué ha venido usted, doña Mercedes? ¿Qué quiere de mí?
Doña Mercedes: Nada… sólo anunciarte la buena nueva… (Jugueteando otra vez con el pañuelo alrededor de los ojos de Don Pedrito.) Es conveniente que sepas que de ahora en más eres apenas un juguete entre mis manos, don Pedrito… Quizá reflexiones, y te portes bien con tu señora…
Don Pedrito: (Apartando con firmeza el pañuelo de sus ojos.) La primera dama del Teatro del Virreinato siempre ha encontrado en mí un servidor leal… pero bien sabe que hay juegos que no puedo, ni quiero jugar…
Doña Mercedes: Es una gran lástima… porque la señora se aburre si no se satisfacen sus caprichos… y un buen día se puede cansar… (Doña Mercedes se echa a reír y sopla la vela de cuya luz se servía Don Pedrito para estudiar.) Sigue estudiando, don Pedrito… quiero que sepas muy bien tu letra para el ensayo de mañana…
Doña Mercedes se vuelve y desaparece entre las sombras. Don Pedrito jadea furioso en la penumbra.
— Escena V —
Camarín de Doña Mercedes. Molduras doradas, cortinajes de damasco, cristales de Venecia y candelabros de plata se aprietan en el abigarrado entorno de la primera dama.
Doña Mercedes, profusa en carnes, brocado y perlas, se pinta groseramente los labios frente al espejo. Ana termina de abrocharle sumisamente un collar de aljófares.
Doña Mercedes: ¡No puedo dejar de pintarme los labios, bien rojos, como una puta! Mira que me lo ha dicho el Virrey: “Mercedes, mi perrita, ¿es que no podré hacer de ti una señora?” Pues no, mi señor, aunque me cubra usted con las mismísimas joyas de la reina, siempre palpitará en mí el alma de comediante. ¡Eso sí, de la primera, la primerísima dama del teatro del Virreinato! ¿Qué me dices tú, eh, Ana?
Ana: Tiene usted razón, Doña Mercedes, la primera…
Doña Mercedes: (Pellizcando el trasero de Ana.) No por mucho tiempo, ¿eh, bribona? Que desde que el Virrey me ha hecho su perra, va acercándose el momento de que abandone las tablas… Ahora péiname…
Ana: Sí, doña Mercedes…
Doña Mercedes: Al Virrey le has gustado mucho en la última comedia…
Ana: (Inclinándose.) Muchas gracias, mi señora Mercedes…
Doña Mercedes: “Esa muchacha tiene talento”, me ha dicho, “tal vez podría sucederte si tú tuvieras el coraje de dejar las candilejas…”
Ana: Es un gran honor…
Doña Mercedes: (Repentinamente molesta.) ¿Pero me peinarás de una vez?
Ana obedece cabizbaja.
Doña Mercedes: (Sonriendo otra vez.) No tanta prisa, mi querida segundona…
Ana deja de peinarla, indecisa.
Doña Mercedes: Hablo de mi sucesión…
Ana retoma el peinado.
Doña Mercedes: Todo llega, hay que saber esperar…
Ana: Soy paciente, doña Mercedes. Sé esperar… y agradecer. El Señor Virrey no se ha equivocado: aunque me vea usted así, y parezca insignificante, en el escenario me transformo, y puedo parecer casi tan grande como usted…
Doña Mercedes: (Riéndose de buena gana.) ¡¿Tanto?!… Puedes venir a comer a mi casa: mis criados te harán un sitio en la cocina. Estás tan huesuda como una limosnera. ¡Y el Virrey no quiere comemierdas en su Teatro!
Ana: (Humillada.) No será necesario molestar a sus criados, nunca me ha faltado un plato de comida…
Doña Mercedes: ¡Bah, no seas orgullosa! Es el estómago vacío el que aguijonea el orgullo, y muda al hambriento en conspirador. (Insidiosa.) No querrás acabar, acaso, entre ese hato de comicastros que andan alzando a los mineros con obras hostiles a su Majestad, ¿no?
Ana: (Sorprendida.) ¡¿Yo, doña Mercedes?!
Doña Mercedes: ¿Verdad que no, querida? Sería una lástima que un talento como el tuyo cayera bajo el influjo de esos salvajes que conspiran contra España…
Ana: Yo… Doña Mercedes, yo sólo quiero ser actriz…
Doña Mercedes: ¡Lo mismo dijo Don Pedrito cuando lo recogí en mi teatro cubierto de sabandijas!… ¡Qué pronto lo ha olvidado!, ¿no es cierto, querida?
Ana: No… sé… no sé de qué me habla usted, doña Mercedes…
Doña Mercedes: ¡Sí que lo sabes, pequeña bribona! ¡Y el encubrimiento es un pecado tan condenable como el delito mismo!
Ana: (Besando nerviosamente las manos de Doña Mercedes.) ¡Confíe usted en mí, doña Mercedes! No voy a defraudarla… (Bajando la voz.) Hablaré con Don Pedrito: es un hombre honesto… un poco apasionado, tal vez… pero no quiere el mal de España… me dará su palabra de honor…
Doña Mercedes se levanta, acomoda sus carnes, y se dirige a la puerta.
Ana: (Tratando de detenerla.) ¡Doña Mercedes, que no le pase nada a Don Pedrito! Le prometo que cambiará, ¡pero que no le pase nada!
Doña Mercedes: (Sin volverse.) Estudia el papel de Rosaura. Te probaré.
Doña Mercedes se va. Ana se mira en el espejo, y ocupa su lugar, desencajada.
— Escena VI —
Cuarto de alquiler de Don Pedrito.
Don Pedrito, vestido apenas con una camisa de seda, cuyo color ya no puede adivinarse a fuerza de uso y lavados, deambula descalzo por el cuarto.
Cuelga de una soga una sábana aún húmeda, que flamea sobre la cama como un estandarte.
Ana, envuelta todavía en su capa, espera en un rincón.
Ana: (En un susurro.) ¿Ya se ha ido?
Don Pedrito: Él sí… pero no sus olores, que persistirán en mis narices hasta que vuelva a verlo… (Don Pedrito se acerca a la sábana y la husmea con deleite.) ¿No lo hueles tú?
Ana: (Quitándose el abrigo.) No, hijo, gracias a Dios… ¿No tienes un trago? Hace frío ahí fuera…
Don Pedrito: (Señalando la estatuilla de cupido.) Debajo de la chorra del cupido… ¿Sabes lo que nos ha orinado hoy? ¡Borgoña! Del mejor. ¡Tómalo!
Ana destapa la botella y sirve unas copas. Don Pedrito está escribiendo con tinta roja sobre la sábana húmeda.
Ana: Nunca sé cómo lo consigues…
Don Pedrito: ¿Qué cosa…?
Ana: El vino.
Don Pedrito: ¿Y para qué quieres saberlo? Bébetelo todo, Ana de mi alma, y que tu paladar disfrute lo que tu cabeza no entiende…
Ana: (Volviéndose.) ¿Qué haces?
Don Pedrito: Escribo mi sentencia…
Don Pedrito termina de escribir; puede leerse:
“¡ABAJO EL GOBIERNO DE LOS CHAPETONES ZÁNGANOS QUE NOS ROBAN LA MIEL DE LOS PANALES!”**
Ana: (Retrocediendo, espantada.) Tú estás loco. ¡Descuelga ese trapo inmediatamente!
Don Pedrito: (Luego de beberse una copa de borgoña, con embriaguez.) Antes, que me cuelguen a mí… Éste es mi pacto de amor.
Ana: (Abalanzándose decidida sobre la sábana.) ¡Aunque estés ciego por ese hombre, nadie va a perderte mientras yo pueda impedirlo!
Don Pedrito: (Tomándola con fuerza de un brazo.) ¿Y desde cuándo te has vuelto tan prudente?
Ana: ¡Suéltame, Pedrito, ¿no te has dado cuenta, acaso, de que estás bajo sospecha?!
Don Pedrito: (Aferrándola aun más.) ¿Y tú no? ¡Vive, Dios, cómo es posible! ¿No eras tú la que me recitaba al oído aquellas frases libertarias?: “Toda religión que bendiga la esclavitud merece que la prohíban…”**
Ana: ¡Cállate!
Don Pedrito: ¿Y aquella otra?: “¡No llega a Europa barrica de azúcar que no esté teñida de sangre humana!”**
Ana: ¡No grites! ¡Te escucharán!
Don Pedrito: ¡Vamos, repite conmigo como entonces! “¡La esclavitud me avergüenza de ser hombre!”**
Ana: ¡Basta ya! ¡No eran mis ideas, era Manuel quien me las enseñaba, y yo las repetía porque lo amaba con locura!
Don Pedrito: ¿Y yo no estoy enamorado acaso? ¿O es que por ser torcido no tengo derecho a la misma pasión?
ANA: (Abrazándolo con desesperación.) ¡No digas eso, Pedro mío! ¡No digas eso nunca! Jamás te he condenado: nos hizo hermanos el hambre y la soledad. ¡Yo te amo como si fueras parte de mí misma!
Don Pedrito: Entonces déjame perderme a gusto… Y si alguna vez te entregan mi cabeza… (Don Pedrito sonríe con amargura) sólo acuérdate de ponerme la peluca…
Ana: Pero ¿cómo puedes burlarte así de la muerte? ¡Te han seguido los pasos, Pedrito, me lo ha dicho doña Mercedes! ¡Van a matarte si no dejas de alborotar las minas! Ni tú ni yo debemos mezclarnos en todo eso: ¡somos sólo comediantes!
Don Pedrito: Es verdad… no soy más que un actor… (sonriendo aún) … enamorado…
Ana: (Furiosa.) ¡Si fueras un actor de verdad, sabrías que la gran escena se juega en el teatro!
Don Pedrito: El teatro es sólo un espejo del gran teatro del mundo, mi querida Ana…
Ana recoge su abrigo, ofuscada, y se dispone a salir.
Ana: (Volviéndose, de pronto.) Tú crees que soy… despreciable, ¿verdad?
Don Pedrito: No, ¿por qué?… Tú sólo quieres ser actriz…
Ana y Don Pedrito se miran largamente.
— Escena VII —
Escenario. Velada de gala en el Corral de Comedias.
La luz de las candilejas agiganta las figuras de Don Pedrito y Ana, que interpretan con voz operística los personajes de Calderón.
Don Pedrito: (Como Don Luis, con ropaje de mercader del siglo XVII.)
“¿Qué me podrás responder,
mujer tan fácil, liviana,
mudable, inconstante y vana,
y mujer, en fin, mujer,
que pueda satisfacer
a tu mudanza y olvido?”*
Ana: (Como Doña Leonor, con ropas de gran dama.)
“Haber tu muerte creído,
haber tu vida llorado
causa a mi mudanza ha dado,
que a mi olvido no ha podido;
pues cuando te llego a ver,
a no estar ya desposada,
vieras hoy determinada
si soy mudable o mujer.
Desposéme por poder.”*
Don Pedrito: “Y bien por poder se advierte:
Por poder borrar mi suerte,
por poder dejarme en calma,
por poder quitarme el alma,
por poder darme la muerte.
Esta dices que creíste,
y no fue vana apariencia;
que si creíste mi ausencia,
es lo mismo: bien dijiste.”*
Ana: (Con ampulosidad trágica.)
“No puedo, no puedo, ¡ay triste!
responder; que está conmigo,
no mi esposo, mi enemigo.”*
Suena una trompeta y ambos personajes se vuelven aterrados hacia su “enemigo” mientras cae el telón y el público estalla en un aplauso.
Ana: (Dándole el brazo a Don Pedrito para recibir el aplauso.) ¿Por qué llegaste tarde, don Pedrito? ¿Dónde has estado?
Don Pedrito: (Sonriendo mientras se abre el telón.) Gozando…
Don Pedrito y Ana reciben a telón abierto los calurosos bravos del público. Don Pedrito hace que Ana se adelante y ésta recibe una ovación, que agradece con la cuidada modestia de una diva. El telón vuelve a cerrarse y Ana se vuelve con disgusto hacia Don Pedrito.
Ana: Esto es grave, Pedrito. ¡Deja de burlarte!… ¡Sabes bien que te vigilan, que te rondan como a un perro!
Don Pedrito: ¿Es burla decir la verdad? He estado gozando, Ana de mi alma, y no sabes cómo… El bochorno de las siestas es propicio para el amor… (guiñando un ojo) y yo adoro retozar mientras los demás mortales duermen…
Ana: (Tomándolo de un brazo y bajando la voz.) ¡Han encontrado un pasquín a las puertas del Teatro! Sabían que hoy vendría el Virrey y han querido provocarlo…
Don Pedrito: Es cierto, lo he leído al entrar: “Ya baja el Gran Tupamaro, y hemos de beber chicha en la cabeza de los perros blancos”… tiene su gracia, ¿no?
Ana: ¡Dime que no lo has fijado tú, Pedrito!
Don Pedrito: Claro que no… (Sonriendo, en un susurro malicioso.) ¿Me ayudarás a fijar otros dos en el Fuerte y en la Catedral?
Ana: ¡Basta, don Pedro! Contigo no puede hablarse seriamente…
Por entre bambalinas aparece Doña Mercedes, con las galas de una virreina. Trae un ramo de claveles.
Doña Mercedes: (Adelantándose hacia Ana e ignorando a Don Pedrito.) ¡Bravo, bravo para nuestra nueva primera dama! (Entregándole los claveles.) Ana… mejor diremos desde hoy: doña Ana… para ti…
Doña Ana: (Inclinándose humildemente.) Doña Mercedes… muchas gracias… ¿He estado bien?
Doña Mercedes: ¡Soberbia!… Aunque en la segunda jornada no dijiste aquellos versos… Pero ya hablaremos de eso. Ven conmigo ahora. El Virrey quiere saludarte en su palco…
Doña Ana: Me siento muy honrada… Don Pedrito, ¿quieres acompañarme?
Doña Mercedes: (Sin volverse hacia Don Pedrito, glacial.) ¡A Pedro López Guzmán lo espera el Comandante en su camarín! Debe presentarse inmediatamente.
Doña Ana: ¡¿El Comandante…?!
Don Pedrito: No se preocupe usted, doña Ana. Y vaya de una vez al palco del señor Virrey. Ésta es su noche de gloria. (Don Pedrito se inclina ante las dos mujeres.) Con vuestra licencia, señoras. (Y sale.)
Doña Ana observa demudada a Doña Mercedes, que le ofrece sonriente el brazo.
— Escena VIII —
Comedor de la nueva casa de Doña Ana, pródiga en lujosos detalles de terciopelo y platería.
Don Pedrito, envuelto en robe de chambre, degusta goloso los manjares que acaba de preparar para Doña Ana, y que se extienden delicadamente sobre la mesa. Sin peluca y sin maquillaje, parece viejo y cansado. Tiene el rostro y el cuerpo surcado de hematomas. Doña Ana lo observa con ternura desde un alto sillón frailero y se arrebuja gozosa dentro de los encajes de su camisa de noche.
Don Pedrito: (Con la histriónica ampulosidad de un maestro gourmet.) Déjeme primero acariciarla con estos tamalillos, luego introducirme en su boca con una ensalada de piña, aguacate y nueces, más tarde volverla loca con mi cebiche picantón, y por fin hacerla acabar gloriosamente con mis pasteles de miel rociados con canela… Y para encendernos bien la sangre: este tinto de reyes que… ¡vamos!, ni en misa…
Doña Ana: (Tomando la copa que le ofrece Don Pedrito.) ¡Salud! Por tu regreso… (Acariciándole amorosamente una herida en la frente.) ¿Duele aún? ¿Cómo te sientes?
Don Pedrito: (Encogiéndose de hombros, repentinamente sombrío.) Todo esto me parece un sueño… Estar en tu nueva casa… El vino… aquella ventana sobre el jardín… Tal vez despierte pronto, o quizá esté ahora despierto, y pronto vuelva a soñar aquella pesadilla…
Doña Ana: ¡Vamos, don Pedrito! Aquello ya pasó. ¡No ocurrió! Eso es: no ocurrió nunca. Así que lo olvidas y ya está. ¡Un brindis! Por tu nueva vida…
Don Pedrito: Por ti, que me has liberado…
Doña Ana: ¡Shh! A olvidar, no se habla de aquello… Y un nuevo brindis: por tu vuelta al teatro…
Don Pedrito: ¡De qué hablas!
Doña Ana: He hablado con doña Mercedes, y me ha prometido interceder ante el virrey… ¿Qué me dices?
Don Pedrito: No es posible…
Doña Ana: ¡Volverás al teatro, don Pedrito! No sabes cuánto te he extrañado… No podía resignarme a perderte y te buscaba con desesperación entre bambalinas, en los espejos del camarín, y entre los trastos del escenario… No me dejarás ya nunca, ¿verdad, mi buen amigo? Tú no puedes abandonarme, tú eres parte de mi propia historia… (Evoca risueña.) ¿Te acuerdas de aquellas giras de artistas trashumantes? ¿Quién me enseñó a maquillarme y a andar sobre el tablado como una dama? ¿Quién robaba el maíz de la troje del corregidor para que no pasara hambre? ¿Quién me despiojaba todas las noches…
Don Pedrito: ¡Eso era para que pudieras salir de conquista!
Doña Ana: ¿Yo, grandísimo bribón? ¿Y tú? ¿Te acuerdas de cuando te cosí una sotana con una capa del arcón de los vestuarios para que pudieras deslizarte en la cama del sacristán?
Don Pedrito: (Risueño también.) ¡No me lo recuerdes, que aquel tío tenía sus vergüenzas más tiesas que el madero de Nuestro Señor!
Doña Ana: ¿Y aquella tarde que nos bañamos en el mar?
Don Pedrito: Desnudos, como Dios nos había echado al mundo… ¡Lástima que ese día no hubiera espectadores!
Doña Ana: Nos habrían arrastrado de los cabellos hasta el Inquisidor…
Don Pedrito: … y nos habrían asado a la parrilla, y devorado nuestros genitales… (Repentinamente grave.) Antes o después, ¡qué más da!
Doña Ana: A ti no te harán nunca nada, ¡nunca! Porque yo voy a impedirlo.
Don Pedrito: ¿Qué impedirás tú, Ana de mi alma? ¿Que me vuelva loco por un indio rebelde, o que tenga ideas libertarias?
Doña Ana: ¡Cállate! Eso no lo he escuchado, ¡y tú ni siquiera lo has dicho! Escucha, don Pedrito, volverás al teatro, te aplaudirán otra vez, olvidarás… y volverás a enamorarte…
Don Pedrito: (Con intensa ansiedad.) ¿Has sabido algo de él? ¿Está bien? ¿Es cierto que han emboscado al ejército en las sierras, y que los poblados se unen al paso glorioso del Tupamaro? ¡Cuéntame! ¿Qué rumores has oído en este tiempo…?
Doña Ana: (Sellándole los labios con un dedo.) Nada sé… y tú nada sabrás de ahora en adelante… Debes portarte bien, ¿me entiendes? Debes cuidarte, y cuidarme…
Don Pedrito: ¡Qué me pides, doña Ana!
Doña Ana: ¡Que te calles! Que pienses y sientas lo que se te dé la gana, pero que dejes quieta tu lengua. ¡Silencio, don Pedrito! Sólo te pido silencio.
Don Pedrito mira a Doña Ana largamente.
Don Pedrito: ¿Sabes, doña Ana? No soy un héroe… (Se ríe lúgubre.) Tendrías que haberme oído gritar como una mariquita en el potro… Pero soy un hombre acostumbrado a luchar por su libertad… por eso acepté que mis ojos buscaran los bigotes del galán antes que el cuello de las damas… y por eso también es que elegí ser actor… aunque siempre me hayan dado de patadas en el culo… Y ahora, ¿qué me pides tú, hija de mi alma, qué es lo que me pides?
Doña Ana: Que te calles ante ellos, para que tengas la libertad de seguir viviendo, y de ser un comediante…
Don Pedrito: (Sonriendo con amargura.) Qué libertad tan pequeña, ¿verdad?… La pobrecita sólo puede crecer hasta donde el miedo se lo permita… ¡Y bien enferma está tu libertad, doña Ana, de terror al fracaso… y a la muerte!
Doña Ana baja los ojos ante la mirada atormentada de Don Pedrito.
— Escena IX —
Camarín de Don Pedrito.
Don Pedrito, aún vestido como Segismundo,* descansa luego de la función. A sus pies, Doña Mercedes, con sus joyas de virreina, bebe y ríe, borracha.
Doña Mercedes: ¡Bravo! Un Segismundo magnífico, ¡soberbio!, como en tu época de gloria…
Don Pedrito: (Recitando embriagado.)
“Ya os conozco, ya os conozco,
y sé que os pasa lo mesmo
con cualquiera que se duerme;
para mí no hay fingimientos:
que, desengañado ya,
sé bien que la vida es sueño.”*
Doña Mercedes: ¡Así me gusta!… Bébete un trago ahora, ¡vamos!, que ya estás viejo para tanto jaleo…
Don Pedrito bebe, exhausto, de la botella que le pasa Doña Mercedes.
Doña Mercedes: Durante la función no he hecho más que pensar en los tiempos en que eras mi primer galán… ¿Te acuerdas, don Pedrito?… ¡Eras tan cortés!… ¿Recuerdas cuando te inclinabas para recoger las flores que me arrojaban al escenario?
Don Pedrito bebe, taciturno.
Doña Mercedes: (Riéndose, desbocada.) … ¿Y cuando me quedaba dormida en los entremeses? Tú abrías a golpes la puerta de mi camarín, y luego, con aquella vocecita galana, me decías: “Doña Mercedes, es nuestra escena, ¿me hace usted el honor de acompañarme?” (Palmeándole la espalda.) ¡Bribón, qué buenos tiempos!… Has sido el mejor actor que he tenido a mi lado…
Don Pedrito: (Como Segismundo.)
“¿Otra vez (¡qué es esto, cielos!)
queréis que sueñe grandezas
que ha de deshacer el tiempo?”*
Doña Mercedes: Me parece verte aún cuando llegaste a este teatro la primera vez… no tenías más de veinticinco años…
Don Pedrito: (Sombrío.) Treinta.
Doña Mercedes: ¡Y unos ojazos negros!…
Don Pedrito: Estaba enfermo, y sucio…
Doña Mercedes: Una piel delicada… (manoseándolo, grosera) y bien provistas tus vergüenzas… ¡Cómo me has gustado, don Pedrito!… Esta misma noche, durante la representación, te hubiera devorado… aunque ahora no seas más que una ruina de huesos… y yo sea la perra del Virrey…
Don Pedrito: ¡Y a mí me siga calentando el culo de los mestizos antes que tu cuello adornado de aljófares, doña Mercedes!
Doña Mercedes: ¡Cállate!
Don Pedrito: Eso es algo que no podré hacer nunca.
Doña Mercedes: (Buscando su cuerpo, con violencia.) ¡Miénteme, entonces!
Don Pedrito: Menos aún; desde que admití mi condición de torcido, estoy condenado a la verdad…
Doña Mercedes: ¡Ámame, al menos, por gratitud!
Don Pedrito: Eso no lo admitiría tu orgullo…
Doña Mercedes: ¡Pero es que no te das cuenta de que si estás vivo es porque yo lo he querido! ¡Podría haberte hecho aplastar como a un gusano! ¡Mírate: mírate en ese espejo, don Pedro López Guzmán: estás acabado, ¡apestas!! ¿No ves que da risa tu estúpida vanidad?
Don Pedrito: (Repentinamente grave.) Entonces, ¿por qué me buscas, doña Mercedes?
Doña Mercedes se detiene de pronto, sorprendida.
Doña Mercedes: No es posible… no es posible que desprecies mi cama por la de un… indio… ¡Un indio miserable, un bastardo maloliente lleno de rencor y furia contra los españoles que le han dado de comer! ¿Pero dónde está tu raza? ¡Cómo puedes traicionar así a tu patria!
Don Pedrito: (Sonriendo, amargo.) España sólo me ha dado unas cuantas patadas en el culo… en cambio, América me ha llenado las asentaderas de piedad…
Doña Mercedes: (Abofeteándolo.) ¡Blasfemo!… (Temblando de furia.) Me das asco, don Pedrito… y más asco me da el haberte querido… (Se incorpora, y recupera su fría superioridad.) Si vuelves a actuar contra la Corona, ya no te ayudaré…
Don Pedrito: Nunca te pedí que me ayudaras.
Doña Mercedes: Y en cuanto a tu amante… puedes revolcarte a gusto sobre sus despojos…
Don Pedrito: (Incorporándose a su vez, preocupado.) ¡Qué dices!
Doña Mercedes: Fue delatado por uno de sus secuaces y emboscado en las sierras…
Don Pedrito: ¡No te creo!
Doña Mercedes: Mañana, en la Plaza Mayor, podrás ver su cuerpo colgando del cadalso… Claro que quizá no lo reconozcas: el muy terco no abrió la boca durante el tormento… Soportó el potro, y el fuego… ni siquiera gritó cuando le atenazaron los genitales…
Don Pedrito: ¡Cállate!
Doña Mercedes: (Riendo, triunfante.) Y calló para siempre cuando le arrancaron la lengua… Tuviste suerte, don Pedrito, no te denunció… podrás seguir recibiendo los aplausos de tu público mientras te portes bien… ¡pero muy bien!, ¿oíste? Porque si no, seré yo misma quien te delate…
Doña Mercedes se pone despaciosamente el abrigo. Llega desde la Catedral el sonido de las campanas.
Doña Mercedes: Las doce… Antes de que vuelvan a sonar las campanas, podrás verlo en la Plaza… Yo me quedaré en casa todo el día: me repugna el espectáculo de la muerte.
Doña Mercedes recoge sus guantes, y se va.
Don Pedrito observa en el espejo sus ojos, afiebrados.
Don Pedrito: No te creo… Aún siento en mis narices sus olores… ¿No lo hueles tú, doña Mercedes?
A lo lejos suenan las campanas.
— Escena X —
Barroco camarín de Doña Ana, que fuera antes de Doña Mercedes.
Frente al espejo, Doña Mercedes espera a Doña Ana, cuya voz puede oírse recitando con grandilocuencia trágica el mismo parlamento de Rosaura* que recitara Doña Mercedes en la primera escena.
Doña Mercedes escucha y juguetea con un collar de diamantes que saca de su estuche, se prueba frente al espejo, y vuelve a guardar.
Doña Ana concluye su parlamento, y el público estalla en un devoto aplauso. Doña Mercedes sonríe con desdén.
La puerta del camarín se abre repentinamente y Doña Ana, con las galas de Rosaura, se precipita dentro, fatigada.
Doña Ana: (Inclinándose.) ¡Doña Mercedes!… Me dirigía hacia su palco cuando me avisaron que estaba usted aquí…
Doña Mercedes: ¡Pero a qué viene tanta agitación, querida! Acércate…
Doña Ana: (Obedeciendo con ansiedad.) Ha sucedido algo muy grave, doña Mercedes… y esperaba verla…
Doña Mercedes: (Sacando el collar de su estuche y exhibiéndolo con deleite.) ¿Te gusta?… ¡Diamantes!
Doña Ana: Se trata de don Pedrito, señora…
Doña Mercedes: ¿Es que no vas a probártelo? El Virrey se disgustaría si supiera que desprecias su obsequio…
Doña Ana: (Con desesperación.) ¡Doña Mercedes, escúcheme usted, por el amor de Dios! Don Pedrito ha desaparecido de su casa. (Habla atropelladamente.) Sabe usted bien cuánto lo amo y respeto, usted misma supo admirarlo en sus tiempos de gloria; hace dos días que ha desaparecido, lo he buscado por todas partes; ya una vez se ocupó usted de este buen amigo, y no dudo que su bondad hará que vuelva a ocuparse ahora; le ruego que interceda usted ante el Virrey…
Doña Mercedes: (De pronto, acaloradamente severa.) ¡El Virrey no se ocupa de los traidores a la causa de España! ¡Y menos aún de un maricón degenerado! ¿Pero qué te creíste tú, segundona? ¿Que los amiguitos contrahechos de una actriz advenediza pueden transformarse en una causa de Estado? ¡Bastante tiene ya el Virrey con tanto indio y negro alzado como para ocuparse de tu don Pedrito! ¿Quieres que te diga una cosa? Ha tenido un accidente el muy desgraciado: lo ha pisado un carro mientras perseguía a uno de sus maricones. ¡Y tú mejor que lo olvides, ¿oíste?, porque al Virrey no le gusta que en su teatro trabaje una amiga de los traidores a España! (Recobrando su fría calma.) Y ahora ponte el collar, ¿sí, querida? El Virrey te espera en su palco para saludarte… sería muy poco cortés que no se lo agradecieras, ¿verdad?
Doña Mercedes le coloca el collar a Doña Ana, que se deja hacer, como un autómata. Los diamantes tintinean sobre su cuerpo tembloroso.
— Escena XI —
Calabozo subterráneo.
Don Pedrito, apenas cubierto por un andrajo ensangrentado, agoniza encadenado al muro. Muy distantes, suenan las campanas.
Don Pedrito: ¡La peluca, carcelero!
¡La peluca!, ¿estás ahí?
Y un poco de carmesí
puesto que me estoy muriendo
y en mi última escena quiero
volver a ser el galán.
A mi amor han muerto ya;
no me aflige la tortura,
que en dándome más apuran
con él mi feliz encuentro.
¡Madre mía, tengo sed!
Échame vino en las llagas
que allá en el cielo la paga
cuando muera te daré.
No me escuchas, ya lo sé;
no soportas los quejidos
de quien valiente no ha sido:
sólo fui un hombre que amó
de otro hombre la pasión
por la justicia y el bien.
“¡Ay, mísero, ay, infeliz!”,*
que mi cabeza se pierde…
¿Es el miedo o es la fiebre
que me hace temblar así?
¿El verdugo ha de venir
a darme otra vez tormento?
Si amas a alguien, carcelero,
no querrías su agonía
y un puñal le clavarías
para no verle sufrir.
“Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
¡qué delito cometí
contra vosotros naciendo!…”*
¡La peluca, carcelero,
que ya empieza la función!
¿Estás en el palco, amor?…
Como Segismundo sueño
y cuando me halle despierto…
seré libre bajo el sol…
— Escena XII —
Barraca oscura.
Sobre el piso de tierra, y echado sobre un mohoso pellejo de carnero, se extiende el cadáver de Don Pedrito, mutilado.
Doña Ana, pálida y desgreñada, lo acaricia y recorre con ojos extraviados.
Doña Ana: ¡Pedro!… ¡Pedrito!… ¡Despierta!… ¿Es que estás durmiendo la mona, hijo?… ¡Vamos, abre los ojos, y nos beberemos aún un vino!… Tu cupido nos ha orinado hoy un jerez… ¡del mejor!… ¡Qué sucio estás, Pedro!… ¿Vamos a bañarnos?… Te llevaré a ver el mar… y otra vez gritarás cuando veas su inmensidad, y caerás de rodillas para dar gracias al cielo… te desnudarás… como Dios te ha echado al mundo… y jugarás entre las olas como un niño… Pedro… Pedrito… háblame… ¿Por qué estás tan quieto? ¿Te has enojado conmigo? ¿Acaso hice algo que te ofendió?… Habrá sido sin darme cuenta, yo jamás te ofendería, jamás te haría sufrir… porque te amo… eres lo único que amo… lo único verdadero que tengo en el mundo… Pedro… Pedrito… ¿Qué te hicieron, hermano mío?… ¿Qué nos hicieron?… si tú sólo querías gozar y ser libre… si yo sólo quería ser actriz… ¿Qué es lo que te hicieron, hermano mío?… (Doña Ana llora desconsoladamente sobre el cadáver de Don Pedrito.)
La figura de Doña Mercedes se recorta entre las sombras de la barraca.
Doña Mercedes: Ya vienen a retirar el cuerpo.
Doña Ana: (Enfrentándola, rabiosa.) ¡Cómo se atreve a entrar…! ¡Fuera, fuera de aquí!
Doña Mercedes no se mueve y observa a Doña Ana, desdeñosa.
Doña Ana: (Abalanzándose sobre ella.) ¡Le he dicho fuera! ¡Éste es mi muerto! ¡Váyase!
Doña Mercedes: (Sosteniendo a Doña Ana, que se desploma de debilidad antes de agredirla.) ¡Qué gran escena, Ana! ¡Cuánta… dignidad! Lástima que suene tan falsa… porque, aunque grites henchida de amor propio, al acusarme te acusas a ti misma… finalmente has logrado lo que tanto querías, Ana querida : tú eres como yo…
Doña Ana: (Espantada.) No…
Doña Mercedes: (Con firmeza.) ¡Sí!
Doña Ana: ¡Yo sólo quería ser actriz! ¡Nunca quise esto! ¡Jamás pude haber querido esto! ¡Yo quería otra cosa!
Doña Mercedes: (Con voz quebrada.) Es que no hay otra cosa.
Doña Ana la mira demudada.
Doña Mercedes: ¿O vas a hacerme creer que no te habías dado cuenta?… (Volviéndose hacia Don Pedrito.) El sí quería otra cosa, y lo pagó bien caro… ¡Qué pena! Era un hombre tan bello cuando vino a verme por primera vez… Pronto vendrán a llevarse el cuerpo… Es mejor que nos retiremos antes… No es decoroso que nos vean aquí… Además, todavía tienes que ensayar para la función de mañana…
Doña Ana: No haré esa función.
Doña Mercedes: (Sonriendo con superioridad.) Sí que la harás… Hablarás contra la memoria de Pedro López Guzmán, como lo ordenó el Virrey… Te conozco muy bien, Ana… sabes hacer lo que conviene, como yo… Te espero en el coche, querida…
Doña Mercedes desaparece entre las sombras con rumor de terciopelo.
Doña Ana observa el cadáver de Don Pedrito.
Doña Ana: ¿Qué quieren ahora?… Sí tú sólo querías gozar, y ser libre… si yo sólo quería ser actriz… ¿Qué es lo que nos hicieron, hermano mío?…
La luz desciende sobre los ojos aterrados de Doña Ana.
Apagón final
Nota: Los textos que recitan los personajes y que tienen * al final pertenecen al teatro de Calderón de la Barca. La proclama de Tupac Amaru y las frases de Helvetius, el abate Raynal y Rousseau, todas ellas marcadas al final por **, han sido levantadas de Memoria del fuego II de E. Galeano.
Patricia Zangaro (Buenos Aires, 1958) es dramaturga y docente. Ha estrenado, entre otras obras, Hoy debuta la finada; Pascua rea; Por un reino; Auto de fe… entre bambalinas; Tiempo de aguas; El confín y Última luna; África, un continente; Tango; Dueto nocturno; El barbero de Suez; Libertins. Como dramaturgista, trabajó para el Teatro San Martín y el Teatro Nacional Cervantes junto a directores como Robert Sturua, Lluís Pasqual, Jorge Lavelli y Leonor Manso. El espectáculo de su autoría, A propósito de la duda, que dirigió Daniel Fanego en el año 2000, dio inicio al ciclo de Teatro por la identidad, que acompaña desde entonces la lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo. Sus obras han obtenido diversos premios y han sido publicadas y traducidas al francés, portugués, italiano, alemán e inglés. Entre 2010 y 2020 estuvo a cargo de la dirección de la Maestría en Dramaturgia de la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires).
[1] Por esta obra la autora recibió el Premio Leónidas Barletta (FUNCUN, 1996), el Premio Trinidad Guevara (Municipalidad de Buenos Aires, 1996) y el Premio Pepino el 88 (Instituto Nacional de Estudios de Teatro 1995/1996).