Racine: Fedra

¿Shakespeare o Racine? Ésta es la cuestión. Y Shakespeare, seguramente, la respuesta. Sí, pero Racine… —y en Fedra, que es la quintaesencia de su dramaturgia, que es la dramaturgia de la quintaesencia— tiene algo, para la literatura y para el teatro, que Shakespeare no tiene y que nadie tiene como él. Eso que no es fácil de definir lo encarama a una de las cumbres del teatro mundial.
A pesar de su inconfundible eminencia, Fedra es una de las obras más controvertidas del teatro francés; tanto que puso a Racine al borde de la desesperación y fue la causa determinante de su retirada. Los ríos de tinta que sobre ella han corrido no debieran borrar esta lección acerca de los poderes del mal gusto y la estulticia —ahora como entonces— sobre la inteligencia y el buen juicio.
Racine y Fedra son la quintaesencia del clasicismo. Y el clasicismo tiene mala prensa. Al menos desde hace dos siglos, desde el romanticismo y sus metamorfosis, sobre todo en las sucesivas oleadas vanguardistas y neovanguardistas. Y como casi siempre, la prensa se equivoca. Basta abrir los ojos y mirar, de primera mano, el dominio fascinante que se extiende —con algunos huecos y resistencias— por más de dos milenios y del que nuestra obra es la manifestación más pura, rigurosa, esmerada y consciente (a la vez, por supuesto, que inspirada): el clasicismo.
Son tendencias muy firmes del teatro actual la vuelta a la hegemonía de la palabra y el minimalismo. Pues bien, dudo de que se pueda encontrar en todo el repertorio obra más minimalista y más estrictamente verbalizada que Fedra de Racine. El texto consta de 1654 versos alejandrinos y una sola indicación escénica, tras el verso 157: «Ella [Fedra] se sienta». Y sobre el decorado de las primeras representaciones éste es el único testimonio: «El teatro es un palacio abovedado. Una silla al principio» (Michel Laurent).
En La muerte de la tragedia George Steiner ha sacado punta significativa a esa silla y a esa única acción expresa. También da algunas claves de la superioridad de Fedra. «Racine impuso las formas de la razón sobre la negrura arcaica de su tema», «una brutal leyenda sobre la locura del amor». «Todo lo que ocurre, ocurre en el lenguaje. En esto consiste la especial estrechez y grandeza de la manera clásica francesa.» Como nada del contenido de la obra es exterior al lenguaje, «las palabras se acercan mucho a la condición de la música, donde contenido y forma son idénticos». «La violencia se encuentra toda en la poesía.» Su despliegue y refrenamiento son tan completos que «la economía de Racine ha parecido a algunos más convincente que la liberalidad de Shakespeare».
Desde luego, en elegancia, nobleza, unidad, equilibrio, estilo… Racine no cede el paso a ningún dramaturgo, ni Fedra a ninguna otra pieza.
José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com
«Mejor escóndeme, que he hablado mucho» (III, 1; v. 740) dice Fedra a Enone, y en ese verso creo intuir la profundidad que hace de Racine —siglos después y mala prensa de «clacisismo» mediante— un imprescindible: en estética (en poesía dramática al menos) es falsa la separación que en la ética existe entre acciones y palabras; estas y aquellas dos caras de una misma moneda (la existencia): actuar es decir y decir es actuar (la teoría de los «actos de habla» tiene una larga genealogía, en la cual Racine leído por Barthes resulta imprescindible). De lo anterior se deduce que Racine opera una especie de desplazamiento del eje fundamental, del centro de gravedad de la tragedia: lo trágico ya no estaría en el entramado de las acciones (como afirmaba Aristóteles) ni en lo terrible de los acontecimientos escenificados (como seguramente creía el espectador griego clásico promedio), sino en la toma de consciencia de la naturaleza del lenguaje: las palabras siempre están a mano pero nunca nos alcanzan; cuanto más hablamos, menos entendemos; cuanto más formalizamos, más lejos estamos de lo verdadero. Lo prodigioso de la tragedia clásica tal vez tenga que ver con habernos revelado que los grandes conflictos humanos no se puede resolver con las categorías simples de bueno y malo (la estética pone en evidencia las limitaciones de la ética); lo prodigioso de la tragedia neoclásica tal vez tenga que ver con habernos revelado que los grandes conflictos humanos no se pueden resolver hablando (la estética pone en evidencia los límites del lenguaje). Será mejor esconderse después de haber hablado de más, como le ocurría a Fedra o nos ocurre a todos en la era de la información (empezando por mí en este comentario).
Gracias, Juan Sebastián. Tus comentarios, siempre excelentes, justifican mis textos.