Palabras en ocasión de la entrega de la Medalla de oro Bellas Artes a María y Tola Figueroa
Primero lo primerito… pero, antes, lo quiero decir, no me deja quieto la sacudida que me asesta la emoción de estar hoy aquí –aquí para lo que estoy, estamos–; así desde que recibí una llamada, como si el dedo de la diosa fortuna… corrijo: el dedo de una dual diosa, atravesara un manto de nubes y me señalara y me dijera: “Aunque no te lo imaginaras, en ti pensamos, a ti volteamos a verte, a ti te escogemos; por favor, llega el 24 de septiembre a las 12 a la Sala Ponce y cumple con el encargo que a ti confiamos”. Ajá: me tocó en suerte tremenda zarandeada emocional, recibir lo que, incrédulo, me cayó encima como una desfondada de las nubes por donde apareció su dedo, sus dedos, eran dos, si no flamígeros, por lo menos refulgentes: la feliz sensación de estar empapado de cariño. Cariño –que lo sepa el mundo–, que vino a ser de aquí para allá, pero es ahora mutuo, y también recíproco, y también de ida y vuelta, y hasta viceversa. Ha estado en mí desde quién sabe cuándo, así que: ¡vaya la sacudida que me agitó al saberme correspondido!
Pero, a lo que te truje, chencho, a lo primerito: Tola y María, María y Tola, María y Tolita, Tolita y María, las Tolas, las Tolitas; ya intenté expresarlo: diosa dual, una y las dos, una y la otra, la otra y una. Gemelas llegadas al mundo cada una por su lado, cada una a su hora; espíritus afines hasta el detalle en la creación, suspiros y respiros sincronizados al instante, propósitos y afanes tomados de la mano… y, sin embargo, María es una y Tola es distinta, y al revés volteado. Pero esta diosa dual, estas dos, las Tolas, dadas las particulares gracias que a cada una adornan, vienen a ser, entonces, suma y prueba fehaciente de que “la unión hace la fuerza”, de que, Tola y María, las Tolitas, “unidas jamás serán vencidas”. Como no lo han sido nunca. Doy fe de ello. Y la vida del teatro mexicano lo proclama, trabajo tras trabajo, hechos con sus manitas diestras, sus ojitos sagaces, su talentote e inmensurable sensibilidad: donde han puesto el ojo, han puesto la bala. Siempre.
Decía Hugo Hiriart de Alejandro Luna, que era, para la escenografía, “el ojo más rápido del teatro mexicano”. No voy a hacer menos al maestro Luna, pero, si a medir la presteza y precisión en el diseño en el teatro mexicano vamos, hay tiro entre las Tolas y cualquiera. Una anécdota nomás: para un último trabajo, con mucho por aclarar, las fui a ver para contarles que me estaba inventando un personaje, una mujer joven, un espíritu romántico, emblemático de ese movimiento de por lo menos dos siglos atrás… Y ya. Apenas eso dije. Y vino la instrucción: “Vente mañana”. Y al día siguiente, dispuesta en el respaldo de una silla estaba la prenda que ni mandada a hacer para el caso, la propuesta que puso luz en mi entendimiento de lo que estaba buscando. Ellas hicieron eso con su tino, con sus ojitos sagaces, entrenados para ver lo que, en la creación, se halla detrás de la neblina de los primeros escarceos con la cosa: la obra de teatro. Ese traje decía mucho: decía de la época, turn of the century entre el XVIII y el XIX, prefiguraba a una mujer como de relato romántico, tal vez una joven aristócrata, y, como sería un personaje casi de entrada por salida, el vestido en un santiamén fue además enmendado para que la actriz pudiera despojarse de él en un tris. Personaje fugaz sería, sin un nombre siquiera, pero pronto entre sonrisas y ocurrencias ahí mismo la bautizamos: sería, para nosotros, la “condesita rusa”. Donde pusieron el ojo, pusieron la bala. Y, a la vez, cada vez, anuncian epifanías cegadoras.
Deslumbrantes. Como debe o debiera ser. De diáfana claridad. Eso que tanto necesita el teatro. Eso que no se le esconde al espectador, eso que ve porque sí, está ahí. Deslumbrantes diseños de vestuario que bien visten de gala al teatro. Que hacen que las zagalas y los zagales, apenas en sus tanteos, los vean, se les revelen epifanías que ponen luz en sus entendimientos, que les susurran: “por aquí anda lo que están buscando”, y pasen a querer escribir sus tesis sobre los diseños de María y Tola. Doy fe de ello. Es que se puede aun ser analfabeta y, sin problema, morir de amor o de pena o de ensoñamiento en el teatro, cuando se tiene lo que hace teatro al teatro: cuando cuenta con hondura las vidas de las mujeres y los hombres, las de todos, las de cualquiera, pero, eso sí, ajuareados precisa y atinadamente para tener enfrente ya no sus vidas, sino más allá, detrás, su existencia; su paso por la vida, sí, pero bien vista y sin escape posible: such is life in the tropical countries, “miren, así pasa nuestra existencia”.
El quehacer sabio, diestro y depurado de Tola y María, María y Tola, nos regala una visión de las cosas como son… en un primer paso. Pero eso es apenas la envoltura de su arte. Siempre, con ellas, hay más. Porque el arte implica complejidad. ¿Por qué? Porque la vida está cañona. Queremos entenderla, queremos manejarla. Y, en general, no damos una. Véase el encamotamiento actual en que estamos, todos, el país entero: ¿Democracia o autocracia? ¿Más democracia, como dice Amlo, o riesgo de tiranía, como ha venido a decir Zedillo? Y desde la vida de México, hasta la de cada uno de los mexicanos, las cosas parecen, de continuo, bien enredadas. Yo digo que se nos hace bolas el engrudo porque a este país le falta teatro profesional en cada rincón del territorio. Alguna vez dijimos: “Dame un Programa Nacional de Teatro Escolar, y otro amanecer nos amanecerá”. Un programa: Nacional. Profesional. Uno en que los vestuarios los diseñen artistas como las Tolas, la crema y nata del país teatral. Y así. Pero ya ven, eso va para atrás; como también va para atrás, por ejemplo, el siempre postergado rescate de los teatros del IMSS. Así, cómo.
Yo doy fe de que las cosas se pueden hacer bien. Porque eso vemos hacer a Tolita y María. Porque vemos que su ejemplo es ejemplar y nos guía hacia una claridad de propósito artístico. La limpia luz de su quehacer profesional, nos susurra: “Dale, sigue, no pierdas el tino”.
Empezando por los jóvenes, todavía en sus escuelas de arte, que deciden, ya decía, hacer sus tesis sobre la práctica teatral de estas diosas, estas musas, estas mujeres inspiradoras: desde los mozuelos y las mozuelas, hasta cualquiera que encuentre en el teatro su lugar, su espacio de trabajo y entrega. Pero todo hecho para los demás, los de a pie, el público. Demos fe de que no estamos solos en la oscuridad, nos orienta el brillo de María y Tolita, nos abren los ojos las epifanías de su acabado oficio teatral. Lo que ellas hacen es, ni más ni menos, crear belleza. Poca cosa. Necesaria para cualquier vida y cualquier país. Todo lo que ellas tocan, lo iluminan (ya me vino a la cabeza el fabuloso, hermosísimo nopal, que a tantísimos deslumbró en el legendario Bar Milán).
No pedimos más. Tan sólo que su lección, de ayer, de hoy, de mañana, se tenga presente. Porque ayuda a que entendamos que es posible y placentero cambiar el descuido por el compromiso, la indiferencia por la entrega, los intereses espurios por una superación individual sobre la que cabalgaría una superación colectiva. Como sugirió Mamet: si con ellas seguimos principios éticos de trabajo y de anhelo de la belleza, podremos con verdad hablar desde el escenario a nuestros conciudadanos. En tiempos ominosos, en que parece cerrarse la bruma del retraso social, si con ellas vamos tras la ambición de levantar un teatro teatro, nacional y profesional y artístico, iremos en la senda que va hacia una sociedad como la que, quizá, deseamos en realidad: justa, libre y sensata. No con discursos, ni choros mareadores, sino creando con cada función un ejemplo esclarecedor que alumbre el entendimiento de cada uno de nosotros, en las tablas, en las butacas.
Es impresionante cómo el vestuario, siendo apenas una parte de una producción teatral, domina en la imagen escénica y cautiva la atención de las personas, analfabetas o no. Así lo percibo, especialmente cuando el vestuario está firmado por Tola y María. Montadas en los cuerpos de los actores y actrices –que son honda representación de las mujeres y hombres abajo del escenario–, las vestimentas teatrales capturan nuestra mirada, van y vienen, vuelan y giran, por ese mundo creado en un ánimo de gozo y desapego, de entrega, por los artistas para el placer de los espectadores y el sacudimiento de sus almas.
O sea, justo lo que hacen, nos descubren, nos revelan, nos ofrecen, nos dan, las Tolas. Gracias, María, gracias, Tolita, disculpen que me quede corto, que no abarque del todo lo que encierra el prestigio de sus nombres, de sus personas, de ustedes, caray, de ustedes, siempre, pues sí, ni modo, indescriptibles, dada la riqueza y la intensidad del caso que nos ocupa, los casos, los dos casos, las Tolitas, María y Tola: con su alegría, su humor inaudito, insuperable –así sea negro en ocasiones–, sus ojos que nada dejan pasar, que todo lo captan y desmenuzan, sus convicciones y opiniones sobre nuestro mundo, incluyendo a sus habitantes. Gracias por la deleitosa convivencia que se tiene con las Figueroa; las risas, las carcajadas imparables que se disparan en cuanto uno entra a su estudio, tan suyo, y tan de nadie más. Nido de musas.
Gracias a la vida que me las puso al lado.