Un análisis de la evolución que han tenido en las últimas décadas los modelos de producción institucionales lleva a Antonio Crestani, autor de este breve ensayo, a hacer patente un dilema cuyo abordaje, mediante políticas teatrales adecuadas, resulta urgente por parte de los responsables de las instituciones del teatro mexicano.
A finales de los años ochenta del siglo pasado, en el sur de la Ciudad de México se inauguró el Foro La Gruta, en el Centro Cultural Helénico, el cual fue pensado como un espacio multimodal. Con capacidad para 80 a 100 personas, su perfil se definió para presentar puestas en escena de vanguardia, principalmente de jóvenes creadores. Unos años después, en 1993, la UNAM estrenó los Laboratorios de Arte del Teatro Santa Catarina, en el emblemático espacio diseñado por Alejandro Luna —también con capacidad para un centenar de personas—, cuya arquitectura invita a la experimentación. En ambos casos, los formatos de sus temporadas se concibieron desde sus orígenes como breves, alrededor de 15 a 20 funciones y, en muchas ocasiones, para exhibirse solamente un día a la semana. El esquema que se utilizó en estos foros rompía con la manera habitual de concebir las temporadas de las puestas en escena institucionales. En ese entonces resultaba común para una producción teatral presentarse de martes o miércoles a domingo, en temporadas abiertas que aspiraban a llegar, por lo menos, a medio centenar de representaciones. Incluso a veces se daban funciones dobles de viernes a domingo.
A pesar de que para todos los colaboradores era claro el sentido de búsqueda e investigación que se pretendía alcanzar en las experiencias que se encabezaron tanto en La Gruta como en los Laboratorios del Santa Catarina, sus procesos no estuvieron exentos de críticas y reproches, sobre todo por parte de los repartos, porque estos esquemas hacían que el tiempo de ensayos superara por mucho el número de funciones. En promedio una obra de teatro requiere ensayarse al menos tres meses y en nuestro país, como en prácticamente todo el mundo, este proceso no se le paga al actor, aunque se le demanden llamados continuos que, ya cercanos al estreno, se vuelven diarios. No obstante, las ganas y los deseos de pisar el escenario siempre han podido más.
Los hacedores del teatro, […] los llamados teatreros, desde tiempos muy remotos hemos comprobado lo deseable de las temporadas largas, porque es en ellas que se puede aspirar a refinar y alcanzar mayor delicadeza en la calidad de una obra…

Los hacedores del teatro, actores, directores, escenógrafos, dramaturgos, técnicos y demás diseñadores, los llamados teatreros, desde tiempos muy remotos hemos comprobado lo deseable de las temporadas largas, porque es en ellas que se puede aspirar a refinar y alcanzar mayor delicadeza en la calidad de una obra. Por ello se ambiciona presentarla la mayor cantidad de veces ante el público. En el teatro, las funciones tienen el mismo efecto que el tiempo otorga al vino en barrica, le da cuerpo, consistencia y firmeza. El tiempo elimina poco a poco los rasgos dispares que caracterizan a los vinos jóvenes. Lo mismo sucede con las obras de temporadas amplias, donde las representaciones son como el cepillo del carpintero que, poco a poco, pasada tras pasada, rebaja, empareja y pule las superficies, para procurar eliminar cualquier resabio.
Quien se ha subido a un escenario sabe que los espectadores no son una entelequia, ni un ensueño, ni una masa informe, anónima, oculta en la penumbra, sino que tienen la facultad de cambiar, de transfigurarse. Por ello, noche a noche, el público nunca es igual. Seguramente ésa es la razón de que algunas personas sufran del llamado “pánico escénico”, que en realidad no es miedo al escenario, sino terror al público, a ese ente que en cada función se transmuta y altera sus formas.
Antes de salir a escena es muy común que los actores enfrenten la aprensión de olvidar sus líneas o el trazo escénico, el llamado blackout, o quedarse en blanco. Pero junto con ello, también antes de la tercera llamada, existe siempre el anhelo de que sea esa función la que permita encontrar más claves que le ayuden al intérprete a consolidar su actuación para guiar mejor a su público en las siguientes funciones.
Básicamente, de esto se trata el proceso de ensayos: conocer la obra, paladear los textos, crear matices, tonos e inflexiones, explorar las posibilidades que nos ofrece el personaje, al tiempo de irse adentrando en su movimiento para fusionarlo con el propio. Pero no deja de ser una primera aproximación y, por eso mismo, limitada, pues esta experiencia requiere de confrontarse con el público para realmente llegar a ser. Además de que, en nuestro proceso de producción, el número de ensayos difícilmente dura lo que requieren las obras, los elencos, los diseñadores y, muy evidentemente, los realizadores.
Aunque es un tema del que usualmente no se habla, y mucho menos durante las temporadas, por ser una evolución personalísima, es lo que el actor encuentra de su personaje o de la obra durante las funciones. Aquello que se le devela generalmente sin previo aviso. Me refiero a lo que el actor descubre en el andar de la temporada gracias a la repetición, que es también un elemento fundamental que permite atrapar la inspiración, aquella que por naturaleza surge espontáneamente. Eso que solamente le servirá a ese actor y a ninguno más, porque nadie más representará ese papel en ese teatro, ni dirá esos textos esa noche, con ese elenco y ese público, y solamente será él quien haga el recorrido de movimiento por el escenario que el director definió para su personaje.
Todos los textos y todos los montajes que se hacen de ellos poseen escondidos secretos que los actores ambicionan descubrir. Son las pistas que les ayudan a develar los misterios de la obra. Es una especie de guía o manual que a los actores y directores les permite saber cómo transitar la vereda escénica para llevar a su público como en un baile de coreografía previamente diseñada. Algunos de esos misterios no se ocultan bien y se rinden fácilmente, pero hay otros, la mayoría, a los que hay que seducir y cortejar para encontrarlos. Porque uno de los grandes objetivos al que en el fondo aspiran el actor y el director es a descubrir los enigmas que les permitirán dominar al público para encantarlo y, finalmente, someterlo. Es evidente que lo anterior no siempre se logra. Pero en las temporadas que gozan la fortuna de representarse por largas temporadas surgen fenómenos que se experimentan de muy diversas formas.
En el Polyforum Cultural Siqueiros, en Ciudad de México, hace poco más de tres décadas se estrenó la obra Entre mujeres, de Santiago Moncada, bajo la dirección de Marcos Miranda, con un gran reparto: Rosa María Bianchi, Nuria Bages, Macaria, Silvia Mariscal y Raquel Olmedo. Cinco grandes actrices. La puesta en escena fue, desde el principio, un fenómeno de taquilla. Probablemente algunos de los lectores de este texto la llegaron a ver o, al menos, recuerdan la frase del promocional de televisión que decía: “Entre mujeres podemos despedazarnos… pero jamás nos haremos daño”. Ese montaje duró al menos tres años en cartelera y tuvo más de mil funciones con giras nacionales e internacionales. Durante esa temporada, en alguna ocasión tuve la oportunidad de conversar con Rosa María Bianchi, protagonista de la obra, y preguntarle qué le ocurría como actriz en una temporada tan larga. A pesar de su enorme trayectoria, ella nunca había tenido una experiencia semejante. Recuerdo perfectamente cómo le brillaron los ojos y se me acercó como para confiarme un secreto. Con su espectacular sonrisa me compartió que, aproximadamente, como a partir de las 150 funciones, cuando llegaba el momento estelar de la obra, en el que su personaje se quebraba emotivamente, antes de esa precisa escena que tanto le costó resolver actoralmente y que durante los ensayos y las primeras funciones era la que más le preocupaba por ser el punto climático para su personaje y para la obra, comenzó a ocurrir un prodigio, porque el llanto y la emoción —me dijo— le comenzaron a brotar de manera prácticamente automática, sin esfuerzo ni tensión actoral y sin ninguna preparación especial. Para ella, formada en un sistema de actuación que en mucho depende de la concentración que se logre antes de salir a escena, seguramente significó un descanso dejar de lado esa inquietud. Rosa María me explicó que las repeticiones le habían permitido a su cuerpo aprender qué debía hacer exactamente llegado ese momento. Una especie de condicionamiento artístico. Si se le concibe a una actriz como creadora, repetir sus diálogos y acciones durante semanas, meses y años, le permitió alcanzar un nivel de destreza creativa sumamente depurado, por demás admirable y que, sin duda, le ayudó a adentrarse en su papel aún más profundamente y de tal manera que el cuerpo solo comenzó a responder. Exactamente del mismo modo en que le sucede al gimnasta, o al patinador olímpico, o al bailarín profesional, que repiten y repiten sus coreografías por años hasta alcanzar un nivel asombroso de interpretación.
Como actor viví algo que me resulta complementario a la experiencia de Rosa María: entre 1995 y 1997 participé en el montaje que la UNAM produjo de la obra La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, bajo la dirección de José Luis Ibáñez, uno de los directores de escena más eruditos del teatro isabelino y de los Siglos de Oro que ha tenido México. Este texto, escenificado por primera vez hace 400 años, de manera casi unánime es considerado por la crítica la obra cumbre de la dramaturgia en nuestra lengua.
Como se sabe, en ella se narra la historia del príncipe Segismundo que, por órdenes de su padre, el sabio rey Basilio, desde su nacimiento fue encerrado en una torre. Al inicio de la obra, en el primer gran monólogo del emperador, se narra que este encarcelamiento respondía a que, gracias a sus colosales conocimientos, el monarca era capaz de leer el futuro escrito en los astros y descifrar, con extrema certeza, lo que estaba anotado en el curso de los planetas. Desde antes del nacimiento de su hijo, y con gran pesar, decidió que lo mejor sería que Segismundo estuviera lejos de toda civilización debido a una serie de profecías que predecían que, de llegar al trono, su heredero se convertiría en un rey cruel y tirano. Además, el gran rey Basilio leyó en las estrellas que su hijo lo habría de derrocar, de tal modo que, al pie de la letra, le pondría la bota en la cabeza.
Fue así que prefirió encerrarlo para librar a su pueblo y, de paso a sí mismo, de la opresión de un futuro déspota. Evidentemente, al rey le fue muy difícil tomar esta decisión, pero resultó definitivo que al nacer Segismundo se cumplieron los primeros vaticinios astrales, lo que motivó a que Basilio confirmara su edicto: su esposa, y madre del primogénito, murió en el parto, lo que a sus ojos la convirtió en la primera víctima del príncipe. Además de que en ese día ocurrieron terremotos, llovieron granizos pavorosos y sucedió el eclipse más aterrador que hasta entonces había visto el mundo desde la muerte de Cristo, donde el Sol mismo se tiñó de sangre. ¿Quién, ante tal situación, habría podido hacer algo más prudente que el rey? Sin embargo, en este mismo discurso Basilio también le comunica a su corte que tomó una riesgosa decisión, porque como emperador se sabía con la obligación de darle al menos una oportunidad a Segismundo ya que, a pesar de todo, aún no había cometido delito alguno, sin dejar de lado que era posible que las predicciones estuvieran equivocadas. En su fuero interno confiaba en que la grandeza natural del príncipe se impondría a lo escrito en las estrellas.
Así, siguiendo el plan trazado por el emperador, se le droga a Segismundo con una bebida compuesta por opio, beleño y adormidera y se le lleva a la recámara del rey. Al despertar Segismundo, ocurre milimétricamente lo que Basilio había descifrado en las estrellas. El príncipe se comporta violento y cruel. Casi de inmediato asesina a un hombre inocente y, poco después, intenta violar a una mujer. Es despiadado, grosero, altanero con el mismo soberano, hiriente y burlesco en su hablar y por demás libidinoso. Al final del día, decepcionado, el rey Basilio da la orden de que se le drogue nuevamente y lo devuelvan a la torre, con la esperanza de que, al despertar, Segismundo no sufra tanto, porque confiaba en que creería que lo que vivió fue solamente un sueño. Y, efectivamente, cuando al final del segundo acto vemos despertar a Segismundo de nuevo en la torre, tiene lugar uno de los monólogos teatrales más bellos escritos en español.
Aproximadamente en la función 30 del montaje en el que participé, comencé a advertir que sucedía algo que me resultó admirable y que nadie podía haber previsto: muchos espectadores que sabían o simplemente tenían presente las líneas finales de este maravilloso texto, llegado el momento no podían evitar decir en voz alta las últimas palabras. Sí, como si estuvieran en un concierto coreaban el final del monólogo y también decían “… sueños son”. Es decir, llegado ese momento a muchos asistentes les nacía la imperiosa necesidad de participar activamente de la obra. A fin de cuentas, una representación teatral tiene mucho de liturgia, o así lo entiendo yo. Y cuando como actor descubrí este suceso, en las funciones comencé a explorar y a experimentar haciendo una pausa justamente antes de terminar el monólogo. Poco a poco y con mucha cautela comencé a alargar ese silencio para saber qué duración debía darle. Al principio no sin algo de temor porque a los actores nos preocupa que una escena, al prolongarse, pierda el ritmo y se “caiga”. Tenía muy presente que era el cierre del segundo acto, que estaba jugando con el monólogo más emblemático de la dramaturgia escrita en español, y que para ese momento ya llevábamos cerca de dos horas de representación y aún faltaba el tercer acto. En otras palabras, por un capricho personal no podía darme el lujo de tirar a la basura el esfuerzo de tanta gente, de tantos recursos y de tanto tiempo invertido. Fue necesario que transcurrieran varias funciones para concluir cómo era exactamente que debía manejar esa pausa, la cual también dependía de las diferentes voces que surgían cada día en ese coro espontáneo. Unas veces eran sólo tres o cuatro, pero otras ocho, nueve o más. Si hacía la pausa, siempre, sin excepción, en alguien resonaba ese texto. Y, por supuesto, yo tenía que estar sumamente atento para que, al terminar la última repetición del público, de inmediato, al pie —como decimos en el léxico teatral—, pronunciar esas dos últimas mágicas palabras que, como ola del mar, tras un ahogo, una asfixia o contención general, formaban en el público una cresta de energía que terminaba por romper en un aplauso tal, que su recuerdo aún me conmueve y electriza.
Tuvimos el privilegio de que el público mantuvo este montaje más de un año en cartelera. ¿Cómo, me he preguntado desde entonces, podría haber descubierto y vivido ese momento fascinante que se daba con el público si la temporada hubiera durado 15, 20 o 30 funciones? La respuesta, evidentemente, es que no habría sido posible.
Experiencias similares a las que me narró Rosa María Bianchi también me las compartieron los primeros actores Ignacio López Tarso, Claudio Obregón, Héctor Bonilla, Miguel Flores y Jesús Ochoa, con quienes en diversas ocasiones comenté algo de todo esto. Bonilla incluso me recalcó que, además, en general es alrededor de las 100 funciones cuando la inversión realizada en una producción teatral comienza a amortizarse. Aunque evidentemente esto depende de muchos factores, afirmaba que la centena de representaciones da más o menos la media.

Bajo estos esquemas de producción, cuando en la publicidad de una obra se incluía la frase “últimas funciones”, se hacía para refrescar la promoción y jugar con lo que ahora se denomina “la sensación de urgencia” que conocen y manejan muy bien los mercadólogos. En muchas ocasiones fui testigo de que esas supuestas últimas semanas se prolongaban por meses.
La proliferación de escuelas de formación actoral, de muy diversas calidades y niveles que han surgido en México en los últimos 30 años, junto con el hecho de que socialmente se ha dejado de estigmatizar nuestra profesión, ha multiplicado la cantidad de grupos y propuestas teatrales que aspiran a contar con un apoyo y ser programados en un teatro. La salida más común es recurrir a las instituciones que, por su propia naturaleza, cuentan con recintos para ello y en donde los responsables administrativos deben apegarse a criterios como la imparcialidad, pluralidad, respeto y equidad. Es decir, esto hace que, en los hechos, todos deban hacer la misma fila sin importar la trayectoria del creador escénico, sean jóvenes o consolidados. Y aunque alejan la posibilidad de denegar un apoyo por causas de aversión personal del funcionario en turno, también hacen que sea muy difícil rechazar un proyecto por su evidente falta de calidad, por simplemente ser “malo”. De hecho, este adjetivo prácticamente se ha eliminado y ha dejado de ser un punto de referencia. “¿Malo a los ojos de quién?” es la respuesta más socorrida cuando se escucha algún juicio estético que llega a desprenderse con este calificativo. Ahora solamente se usa en privado.
El aumento prácticamente exponencial de la oferta de producciones se ha topado con la casi nula construcción de nuevos escenarios. Son contados los que en la última década se han inaugurado a nivel nacional. Así, hemos llegado a un cuello de botella que se agravó con la pandemia del covid-19. Si la espera para entrar a un teatro era tardada, después de la emergencia sanitaria, que obligó a cerrar todos estos espacios, se incrementó mucho, pues los foros teatrales fueron los primeros en cerrarse y los últimos en abrirse. Pero ya era una dinámica que venía dándose desde hace años. Como en otros casos, la pandemia solamente aceleró ese proceso.
La respuesta de los responsables teatrales institucionales ante este dilema ha sido lo que personalmente denomino la grutificación de la cartelera teatral. Como lo mencioné al inicio de este texto, el Foro La Gruta en su momento fue ejemplo de innovación que representaba una ventana de exposición de muchas obras en poco tiempo, por haber sido dotado de ese perfil definido, de esa vocación específica. Lastimosamente, poco a poco se comenzó a plagiar su diseño de programación por los funcionarios teatrales que, ante la creciente demanda y presión de los teatreros, consideraron mucho más cómodo y redituable darles poco a muchos, en lugar de desarrollar esquemas que pudieran estar basados en algunos indicadores. Esta calca, por supuesto, no fue inmediata, al contrario, como ciertas enfermedades letales tuvo una lenta progresión. Se comenzó reduciendo las temporadas a 50 funciones, luego a 30, a 25, a 12. Situación que fue de la mano con la contracción de los presupuestos federales destinados para producir. Es decir, las instituciones fueron soltando gradualmente su responsabilidad de levantar proyectos que entre sí cobraban sentido y anhelaban ostentar un discurso estético. Así ha progresado este despojo, especialmente en los últimos años, en los que el sector Cultura ha visto severamente disminuidos los recursos que se le destinan hasta llegar, actualmente, al patético caso de tener temporadas teatrales de seis, cuatro o dos funciones; además de lo que considero un tristísimo peregrinar por diversos espacios.
Ante este panorama, actores, directores, diseñadores y productores independientes, en lugar de buscar o exigir otras condiciones se han acomodado a ellas. Muchos porque “es lo que hay”. Otros porque están empezando sus carreras. Todos por las inmensas ganas de estar en un escenario casi a cualquier precio, aceptando la política que recuerda el título de una de las obras del maestro Emilio Carballido: Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su maiz.
La publicidad, las invitaciones y, en general, toda la difusión que se hace de las obras teatrales que actualmente se presentan en los espacios escénicos institucionales, o de los llamados foros alternativos, de manera prácticamente indisoluble incluyen en un lugar muy destacado la frase “corta temporada”.
Este recurso —que se utilizaba como anzuelo promocional— sigilosamente se ha extendido hasta convertirse en un fatal destino que se ha apoderado de prácticamente toda la escena teatral nacional mexicana. La tendencia a reducir la duración de las temporadas a literalmente un puñado de funciones, sin duda ha alterado de manera considerable la calidad y forma de producción de la escena mexicana. Incluso ha repercutido en la manera en la que se concibe y desarrolla la dramaturgia nacional y ha complicado en forma extrema el armado de los llamados a los ensayos. Como cualquier dilema, enfrentamos dos realidades. Por un lado, la creciente demanda de hacedores teatrales que requieren espacios para presentarse, junto con la baja en los presupuestos institucionales. En los hechos esto ha significado la renuncia a comprender a las instituciones como productores para dar paso a que sus responsables se conduzcan como meros programadores de recintos. Y en la otra cara de la moneda, espera resurgir la definición de políticas teatrales que consideren que es inherente a la naturaleza misma de la disciplina que, al menos, se cuente con la posibilidad de que un montaje se presente el mayor número de veces frente al público, en un mismo recinto y en una misma temporada. Porque, aunque no resulten sencillas de implementar, las medidas a observarse para enfrentar este desafío existen.
Antonio Crestani. Actor, director de escena y gestor cultural.