Aporías de A. y otros monstruos marinos

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Virgilio Piñera-El Fantasma de la Jaba. Foto de Osvaldo Salas

Advertencia: En el teatro de mi país como en su ideología, hay síntomas insoportables de omisión. Algunos de estos escamoteos, como proceso ideológico, son forzosos actos de exclusión. Las omisiones de este texto no persiguen un método semejante. Son resultado de una necesaria adecuación autoral que no histórica.

A. es una persona real. Pero ante el dilema de su negativa a ser mencionada de forma “personal y pueril” de tal modo que afecta su imagen, se opta por una disímil heteronimia que ofrece varias identidades y lecturas. Por lo mismo, cualquier especulación al respecto es aceptable.

En Cuba el Apocalipsis no sorprende: ha sido un suceso cotidiano.

Abilio Estévez

1.

Mientras camino de regreso a casa desde el teatro, en medio de una noche despejada de luna llena, me asalta de modo constante la idea de que A. (de Agnes) ha perdido la capacidad de emocionarme. Acabo de salir del teatro. He visto el más reciente espectáculo de Agnes y su compañía. Una sala abarrotada de público. La pieza en su título refiere a la criatura que en los antiguos textos se conoce como al “rey de todas las fieras” (Job 41: 26). Y no sé bien por qué, no es el título el principal impulso de asistir a la función. Conozco el trabajo de la directora, y no temo confesarme un ávido seguidor de sus creaciones para la escena. Pero me percato de que el monstruo de marras que sirve ahora a la teatrista como acicate, me rodea desde hace un tiempo. Si bien antes no había hecho especial reparo de su aparición, puedo asegurar que su reciente devaneo en mi imaginario se debe, sobre todo, a una premisa impuesta por el cineasta ruso Andrei Zvianguintsev con su filme del 2014 que se inspira de manera libre, en el homónimo y célebre volumen de Thomas Hobbes. 

La bestia marina pues, obtiene primacía y corporeidad en la reciente representación del conjunto teatral, pero allí donde antes operaba un mecanismo certero de contextualización, allí donde mediante referentes diversos se realiza un ejercicio de análisis sociológico y político que podía arribar hasta la conmoción, ahora, queda apenas un hormigueo que, sin resultarme indiferente, parece cuando menos, una inusitada costumbre. Con los efectos de una anestesia reparo en cada uno de los significados que la puesta en escena potencia, y como anestesiado, permanezco a la salida, como si tal exorcismo ya me fuera velado, como si tal desafuero más que una probable réplica, de repente, y sin preverlo, se hubiese convertido en una nulidad. Lo único que me perturba en el trayecto de ascenso hacia mi casa es que ya Agnes no me emociona. O sea, que reconozco mi incapacidad de hacer catarsis con su teatro.

Lejos de enojarme o de ceder iracundo a esta certeza, la inquietud de tal descubrimiento me lleva a cuestionar por qué tal razón me produce sosiego. Entiendo que la culpa no es de la también autora. Ella debe sentirse conforme y regocijada con las ovaciones que cada función le depara. Ella, estoy seguro, entiende que su trabajo creativo sigue siendo de contundencia y que la provocación de cada propuesta sigue generando un argumento asertivo y de mérito. Agnes en su complacencia debe estar más que realizada; pero sin ser culpable de mis cuitas, no me queda otro remedio que achacárselas, no queda otra que lanzarle el muerto a ella porque es muy duro comprobar tu parestesia teatral. Es muy duro constatar como el resto de la audiencia aplaude a rabiar y llora de emoción por una obra de A., mientras tú, arrellanado aún en la invisibilidad de tu asiento, permaneces hierático, impertérrito y atrofiado en tu glándula emocional. Es muy dura esa constatación. Y saber que solo reparas en ella ahora, de camino a casa, cuando los síntomas parecen evidentes desde hace algún tiempo es una confirmación de peso. Es una isla que se desploma sin poder evitarlo. El peso de una isla que se derrumba.

2.

A. (de Anne) no me emociona y creo que ello se debe a varias a cuestiones que no tienen que ver directamente con ella, pero sí con su obra. Creo mediante un examen de conciencia que tal aseveración en nada remite a la autora, a su persona quiero decir, pero sí atañe a su progenie escénica. La más reciente, al menos. Pero también alguna de las anteriores que mantienen cierta similitud más allá de compartir la misma autoría. Los “hijos” escénicos de Anne gozan de buena salud. No cabe duda. Un parto tras otro, podemos comprobar que estos vástagos se desenvuelven con desenfado y hasta con facilidad por el escenario. Hay cierta reminiscencia de uno en otro, cierta cosmovisión los engloba y permite que desanden el mundo hasta con precoz destreza. Hay una verdad irredenta en cada montaje que no puede soslayarse. De eso estoy seguro. Pero a diferencia de los hijos literarios de la autora, estos también resultan muy similares. Tras apreciar su andadura sobre las tablas, una sensación de déja vú no escapa al espectador. Podría pensarse en el dispositivo asumido por la directora, podría argumentarse una concepción estética determinada que ha evolucionado de manera paulatina hasta ostentar el rubro de poética. La poética escénica de Anne parece concretarse en cada uno de los espectáculos que genera, pero ello, también supone una reiteración cíclica, que solo parece distintiva a partir de los tópicos y referentes que maneja en cada uno. Divergentes entre sí, pero, en cualquier caso, monocordes en su ejecución. La presente puesta no difiere en este aspecto, solo asume la figura del monstruo marino como estímulo renovado que repta por nuestros imaginarios trastocando los sentidos. Una vez activado este dispositivo, los recursos dispuestos en la escena desde el discurso catártico y subido de decibeles hasta el emplazamiento de los elementos y objetos en la representación, responde a una tendencia cada vez más exponencial de manipulación emotiva. 

En las obras de Anne yo me conmovía y era un ejercicio de exorcismo verlas. La bilis que se generaba en la escena y que pertenecía a la audiencia casi por prescripción, terminabas por vomitarla hacia el final, hasta sentirte mejor. Mejor contigo mismo. Mejor con los demás. Incluso, te sentías mejor con el desastre circundante y hacías cuenta de que todo mal, por muy pernicioso y arraigado que se encuentre, no es ilimitado. Anne ya bien con una detonación o descarga artística que lanzando cuervos y totíes a la cara activaba en mis vísceras una réplica con facilidad. Pero ahora… la catarsis se encuentra fuera y no precisamente en el documento escénico que la autora propugna con denuedo y que su elenco defiende con notable pericia. Ya bien con un expediente veraz o apócrifo, testimonio fragmentado, anabolizante discursivo o ráfaga lírica, el dispositivo escénico de esta compañía opera sobre las mismas coordenadas cada vez, y en ese estímulo que tiene la diversidad del discurso, muchas veces enunciado desde las vísceras, también se percibe una complacencia estética que no teme regodearse en resortes similares como si de una clonación se tratara. Más allá de los matices que cada texto expresa en sus diversas búsquedas referenciales y artísticas, hay una enervante tautología escénica que deviene casi cliché. Y es allí, en ese aspecto donde “más de lo mismo” deviene “menos eficaz”, “menos controversial” y “más complaciente”. 

Mientras desando la distancia que media entre el teatro y mi casa, un tramo corto y en ascenso como a un cadalso y que se alarga producto del cansancio y por qué no, cierto aspecto licántropo de la luna, me percato que bordeo una extensa hilera de autos que por varias cuadras se extiende a la espera de un “buchito” de combustible. Dos filas en paralelo serpentean ambos extremos de la avenida en una cola bifurcada que ya lleva varias horas y es posible que se prolongue durante la noche… Y esa constatación posee la fisonomía de un reptil más efectivo y contundente que cualquier imagen aludida en la puesta de Anne. La sierpe de la calle es capaz de engullir la paciencia de esta gente hasta el hartazgo, o por el contrario, morder con saña el bolsillo de cualquier espectador que a la salida del teatro deba trasladarse mediante operación más cansina y trasnochada como puede ser, encontrar un taxi disponible. Por lo mismo, y sin proponérselo, el monstruo de Anne es artificio e histrionismo hasta su médula. El monstruo de A. solo puede activarse en el escenario y a esos confines está limitado. Pero la sierpe de la calle está a toda hora, supera cualquier regodeo, y entre su descaro y su voracidad parece no entender de compasión y menos de argumentos. La sierpe de la calle se come hasta la metáfora que la define. Y esa es la cuestión que Anne no entiende; el monstruo de su obra apenas queda dispuesto para la exhibición en una pecera. Sigue en cautiverio como especie endémica, pero no se compara con esta mutación criolla. Más allá, están otros, basiliscos más letales y acodados entre los escombros de una ciudad, de un país, de una isla. Al rey de las fieras no le importa el teatro y el performance, no repara en el silencio ni el obstine de sus testigos – o sea, de su presa –, no le preocupa siquiera que lo adoren. Semejante es su descaro. Sin esconderse ya, la sierpe de la calle devora todo a su paso. Sin inmutarse siquiera, la sierpe de la calle no le importa hartarse hasta del barro que no hay y por eso se embarra. A ese bicho no se le puede enfrentar con metáforas y versos, con tangos y milongas, querida Anne. Está curado de espanto y no teme engullir la isla hasta hundirse con ella. Ese dinosaurio no admite los “putos versos” como afrenta y menos como expiación. No entiende de sentido común y la esperanza que apesta a miedo fermentado le parece un aperitivo suculento. Esa bestia que no es la tuya, Anne, con displicencia se arrastra por encima de los cadáveres de Piñera, de la niña muerta a batazos – que no la niña mala –, de todas las mujeres asesinadas con arrebato e impunidad en el país, incluso por encima de tu cadáver y el mío, y es ahí, donde mi atrofia emocional adquiere mayor concreción porque entiendo que la capacidad de asombro y empatía, me ha sido arrebatada de cuajo.

3.

A. (de Anais) es incapaz de admitirlo, puede que incluso se rehúse a aceptarlo, pero desde los albores del Renacimiento se hace evidente que para cada infierno habrá su particular Virgilio y que cada bardo desanda su propio inframundo hasta apreciarlo con entrañable filiación. Para el infierno antillano, Piñera viene siendo una suerte de aliciente y flagelo en condición dual y frágil equilibrio. Para algunos, imposible de soportar; para todos, imposible de obviarlo. No de nuevo. En el infierno antillano, no existe mejor ni más avieso guía que el intelectual matancero. Aunque lo niegue, Anais sabe esto de sobra y, por ende, la consumación de Piñera como personaje de esta travesía documental no viene a ser una sorpresa del todo, pero funciona como la corroboración manifiesta de un averno con aspecto de timbiriche y solar. Lejos del protagonismo que podría adjudicársele o que él mismo se endilgaría, la inmanencia de Piñera en su rol de interlocutor y cicerone semeja la de un fantasma dantesco que se aproxima al desastre como viendo los toros desde la valla. Sus intervenciones si bien se encuentran matizadas por anécdotas personales y escritos, por consejos y vaticinios de una obra colosal, son, a fin de cuentas, intromisiones delirantes que la protagonista, escritora y madre soltera proyecta fuera de sí, a partir de su conocimiento intrínseco de la vida y obra del irreverente genio criollo. Sin embargo, esta vertebración es apenas un simulacro, uno de tantos que circunda la pieza donde vuelve a reconstituirse el núcleo de tensión a partir de un vínculo nada apacible entre una madre y su hija. En tal sentido, el elemento materno filial vuelve acá a servir de pivote para que el texto escénico se expanda hacia otras zonas de enunciación y obtenga cierto empaque autorreferencial que no oculta, puesto que la protagonista tiene una curiosa semejanza con la autora de marras. Anais desdoblada en escritora y alter ego, en directora y autora teatral, en portavoz y paradigma. Al asumir los nombres de los propios actores del elenco en diversas ocasiones, entonces el juego de las apariencias se potencia. La escritora que se hace llamar Lulú no precisamente es la actriz que puede ser Lulú y menos el personaje de Almudena Grandes. El actor que juega al simulacro afeminado de Virgilio, tampoco concibe un Piñera reencarnado. La madre soltera que interpreta Lulú, la escritora, en su affaire con el joven vecino bailarín y su tórrida fijación erótica, no tiene por qué representar a la autora Anais que dirige la puesta en escena. En este desdoble de máscaras persiste el mismo objetivo provocador, y en ese sentido, el cúmulo del discurso y de los detonantes de la acción permiten de forma paulatina arribar a esa catarsis pretendida. La joven amiga de la hija de la escritora, no es precisamente la muchacha de dieciséis años que mataron a batazos, la víctima número – ¿treinta y pico? ¿cuarenta y pico? Sabrá Dios… – de los feminicidios cometidos este año en el país. Ya no me emociono A. porque mi “pasmadera” no se conmueve con la violencia de género.

Cuando salgo del teatro con el mismo espasmo en el bolsillo y el mismo susto en las tripas, ese estrago que corcovea y se encabrita hasta la fatiga, para llegar a escribir luego lo que sea que alguien quiera publicar, la obra de Anais no me sirve de sosiego, no me ofrece consuelo alguno. Esta obra deberá bastar como incentivo, deberá bastarme para el condumio. Tu obra Anais, que da igual que atraviese los sueños vívidos de Ana Mendieta como las pesadillas carnívoras de Virgilio Piñera, y donde el elenco se deja la piel y el gaznate, no puede competir contra mi inutilidad castrante y contra la eficacia perversa del monstruo de la violencia. No puede homologarse con esa ineficacia que me asiste para hacer dinero y conmoverme con la miseria ajena. Qué linda y emocionante debe ser la miseria ajena vista desde la comodidad del restaurante La Torre o los asientos acolchados del Comedor de Aguiar; desde el salón climatizado de esa fonda que es La Carreta o el barullo efervescente del bar La Mixóloga. No hay comparación con esa perspectiva. Y por lo repleto de algunos establecimientos – más que los del teatro, Anais, seamos sinceros – puedo decirte que la gente incompasiva, o sea, desdramatizada en su molicie enajenante, no le importa en absoluto la menor de edad acuchillada por el novio, la adolescente muerta a batazos por el padrastro, ni la mujer asesinada frente a una estación de policía. Pero cómo les va a importar, si este país ya ni siquiera cree en su historia, y su cultura se ha tergiversado hacia la vulgaridad. Un país que no lee ni tiene libros, que no publica y ni siquiera ostenta un sistema editorial de envergadura. Una nación idiotizada que su literatura parece en estado vegetativo o de rigor mortis. En un sitio donde la cultura no se prioriza qué mujer se encuentra a salvo, qué individuo no se desliza sin remordimiento en las fauces de la sierpe de la violencia. La escritora de tu obra, no escribe Anais, el ídolo de la escritora de tu obra murió sin publicar una página por años, Anais. La víbora de tu obra se encarga de arrancarle páginas y lágrimas, gritos y monólogos sin reproche alguno y así pretendes que me conduela de una chiquilla inocente, de una víctima del sistema. Un país iletrado no es más que una nación de la barbarie. Y la sierpe de la barbarie es tan indolente como la de la violencia y tan hipócrita como la de la “guansa”. Qué enajenación más contrastante ofrecerá el salir del teatro de ver tu obra para luego marcar en la cola del Bar Turquino en el hotel Habana Libre para “perrear” al compás de Bebeshito: el pin/ tú me suelta el pin de la cabeza/ de la cabeza/ A veces te amo, a veces me estresas/ a veces ni te soporto/ te pones tóxica pieza… Pero, a veces te odio… Entiende que el feminicidio no es conveniente. No es un tema con swing. No tiene aguaje. Entiende, Anais que si ellas perrean, ellos creen que se lo buscan y se creen también con derechos a ladrarles y morderlas cuando sea preciso. Es una convención funesta, lo sé. Pero de esas estamos hartos. Llenos. Ahítos. Y sin ninguna perspectiva de cambio que se avizore en el futuro inmediato, de poco servirán las leyes impuestas como desagravio para aplacar estos pactos terribles. La solución no son nuevas leyes que amansen a las bestias. Un país sin cultura no tiene respeto por sus víctimas y ninguna apuesta por su desarrollo. La sierpe de la barbarie con sus ojos verdes y su autoridad castrense lo sabe de sobra sin preocuparle en lo más mínimo.

4. 

A pesar de que la obra de A. ya no me emocione, sería bastante cretino de mi parte negar el hecho de que la operación escénica dispuesta carece de ingenio y destreza. Muy por el contrario, las historias contadas desde perspectivas personales cada vez, en una suerte de prolongación rashomonesca posee contundencia y una palabra ágil e inquieta que vertebra el discurso sin reparo alguno. Es cierto, la obra en su irreverencia lenguaraz te perturba y hace reflexionar, pero solo por un breve instante. Tan exiguo como un impacto que más tarde se trastoca; hasta el segundo en que la reflexión contrasta con la mirada y la sonrisa de una chica joven que, en las inmediaciones de un hotel de camino a casa, ostenta el desenfado de las víctimas que, con entusiasta denuncia, A. (de Ágata) destaca en su obra.

La mirada solícita y suplicante de ella, una ella sin identidad, de pocos años más que la muchacha que con esmero encomiable representa la actriz Alejandra de Jesús, una ella que con desenfado suplicante se muerde el labio inferior delante de él mientras lo mira desde abajo. Un él varios años mayor y de actitud entre seductora y posesiva, que al agacharse a su oído le comenta como un susurro, pero audible para que cualquiera lo advierta al pasar por su lado: “cuándo vas acabar de mamármela como se debe y sin tanta muela…” Cómo le explica Alejandra de Jesús la rabia de su monólogo a esta niña que obediente hace por agacharse en medio de la calle mientras él disfruta su diligencia; cómo puedo reproducirle a esta desconocida tu monólogo vindicativo Ágata, tu discurso iracundo en pleno paroxismo sin quedar en ridículo; cómo se interviene en tal degradación sin salir mal parado, con golpes quizás y alguna felación forzosa. En el amago de hincarse en plena calle, en el amago de ser obediente y servicial, en el simple gesto de congraciarse, esta niña se ha llevado por delante el coro de víctimas invisibles. Esa también es una estadística Ágata, que no llega a las obras teatrales de experimentación, performativas y de vanguardia; ese también es un discurso que no tiene exposición en el teatro contemporáneo y que resulta tan doloroso como tus niñas con cabeza de Medusa.

Con mi pulóver humanista (Human Being / Being Human, upside down, en letras negras sobre fondo blanco) paso de largo a la parejita soez sin buscarme problemas. La chiquilla queda detrás mientras camino en marcha apurada, sin reaccionar apenas y con cierta sudoración en la espalda. La vuelta a casa es para escribir hasta la madrugada, pero siento que no podré hacerlo bien si esta noche no me emociono. Y sé que el problema no es del lagrimal. Yo aún lloro. Lloro con lo indecible, Ágata, y también con lo obvio, la obviedad horrenda me estremece. Pero tu obra que era un surtidor, perdió ese efecto en mí. Me he vuelto cínico. Y tengo la certeza que no es tu elenco que suelta la gandinga y se esmera. Tengo la certeza que no es el tango, Virgilio o la disposición habitual del espacio, ni siquiera la “recondenación” insular. Porque al unísono todo eso funciona; está bien, aún impacta. La labor de teatrista multifacética está en talla y vital. Tu verso rabioso y desde las entrañas sigue teniendo pegada. La cuestión es sencilla Ágata, y está en el micrófono y la pantalla. La sierpe de la tribuna cuando veo tus obras me entumece hasta la malicia. Me pone malo y luego de eso, no hay empatía que valga. La sierpe de la tribuna que parece omnisciente. La sierpe de la tribuna donde cualquier discurso dicho con o sin atril, en el escenario o fuera de él, en horario habitual o a medianoche, pierde efecto o adquiere el efecto contrario. De ese monstruo implacable del que no puedo librarme y del que estoy hasta el mismísimo reducto donde el tipo del aguaje pedía a la chiquilla genuflexa que doblara las rodillas y sucumbiera; de la tribuna, Ágata, estoy herido de muerte. La tribuna me atrofió la emotividad. Cualquiera que sea. La del escenario tiene el mismo tufo rancio que la de la plaza. Divergentes en intención. Similares en procedimiento. Y de ese demonio estoy hasta el colmo. No me atrevo a decir que es el peor de todos porque la casta tiene ejemplares de larga data e injuria. Algunos mutan las escamas; ecdisis es el término científico para este proceso biológico, pero en esencia, se reinventan, perpetúan; muchos de estos permanecen con horrenda vitalidad. Pero la tribuna y sus tribunos son acaso más escurridizos y ubicuos. Tan imperceptibles a veces que corrompen hasta la mejor de las intenciones. La serpiente de la tribuna no me deja creer en lo que dices, Ágata, no me deja ver la sangre y muchos menos apreciar la muerte de la belleza. Sé que para ello llevas a cabo de manera consuetudinaria un entrenamiento. Sé que para eso te sometes en cada espectáculo a un ejercicio nada halagüeño de desprenderte a jirones la piel. Es un proceso exhausto, demandante y que no ofrece seguridad alguna. A diferencia de la ecdisis esta flagelación dolorosa no es biológica, pero entiendo que surge de un imperioso cometido, propio de tu naturaleza creativa y artística. Tus documentos teatrales tienen tanto de verdad como de aporía, y lo paradójico no se encuentra en esa oscilación que lleva al espectador a preguntarse qué tanto de verismo y qué tanto de ficcionalización hay en el proceso. Lo cierto es que lejos de cuestionarme este detalle, me sobrecoge y frustra la cantidad de irresolución que hay en tus planteamientos míos, y la magnitud en que estos argumentos se diluyen como nadería una vez que la sierpe de la calle nos circunda y acecha.

Mientras camino de regreso a casa del teatro, en medio de una oscuridad cada vez más densa y palpable, iluminado casi solo por el resplandor de una luna llena de reminiscencia lupina, el leviatán del apagón poco antes del arribo se manifiesta en toda su hondura y amplitud. La noche debiera ser larga, pero decido acortarla con el deseo imperioso de dormir. Y ya no me importa que A. no me conmueva. No importa siquiera mi incapacidad de sorprenderme ante este desenlace y la naturalidad con que el desastre viene convirtiéndose en una cotidiana dama de compañía. Escribiré mañana de seguro. Un texto acerca de monstruos marinos – mitológicos e invencibles – y del teatro de una notable mujer de la escena cubana contemporánea que sigue inspirándome sin recato, aunque quizás ya no tenga la facultad de emocionarme. Una fiera que, sin lugar a dudas, tengo la certeza de que no deja a nadie indiferente en su perenne diatriba contra el caos.

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