Lázaro, de Lagartijas tiradas al sol, en el SUR. Festival de escénicas del Estrecho, en Algeciras, el pasado 15 de noviembre

El cielo caía sobre nuestras cabezas en Algeciras un sábado de mediados de noviembre en ese insólito espacio que es Boxes Alcultura. Dentro nos espera otra tormenta: la de la identidad. Se presenta en escena la cuarta versión de Lázaro, una creación de Lagartijas tiradas a sol, el dúo formado por Luisa Pardo y Lázaro (Gabino) Rodríguez. No es fácil asistir a una transformación como la que se nos muestra en la representación: en 2019 el actor Gabino Rodríguez decidió cambiar de identidad, y por tanto de nombre y de cara. Una decisión radical y que nos deja atónitas. Porque si bien estamos ya familiarizadas con los cambios de género (que son también de identidad), y hasta con la acción sobre el propio cuerpo como acto de protesta que performers como Pavlenski han llevado a su extremo, algo se nos revuelve cuando se trata de la identidad, tan individual, tan íntima y tan difusa.

¿Qué nos define ante los otros? Y, lo que es peor: ¿qué nos define ante nosotros mismos? Lo cierto es que la profundidad de la cuestión no deja lugar a frivolidades, menos aún si tenemos en cuenta todo lo que se nos ofrece en la obra. La realidad y la ficción se enlazan, como suele ser ya habitual en todos los géneros literarios y escénicos, para elaborar un producto distinto que diluye fronteras y nos introduce en el espacio privado de la biografía. Nada más entrar en la sala se nos advierte de la necesidad de incorporar “un componente de veracidad superior porque de lo contrario el cuento no funciona” (Ugresic).
Es en ese principio de verdad –y no de verosimilitud– donde todos los elementos se ensamblan en una puesta en escena cercana, coherente y hasta conmovedora. Lázaro aparece de espaldas, ocultando su identidad precisamente, y al volverse hacia el espectador no nos descubre nada: lleva una careta. Todos los elementos escénicos remiten a esa cualidad de la interpretación que comporta el trabajo actoral: pelucas, máscaras, vestuario, maquillaje… Luisa utiliza esos elementos como parte de su trabajo de actriz, a Lázaro no le hacen falta. Si la apariencia y su transformación forman parte del “frente escénico”, como lo denominó Goffman, la peripecia vital de Lázaro hace tambalearse la torre de lo que pretendemos más estable. Lo que se representa en escena demuestra que la identidad no es esencia, sino la repetición de gestos, vestimentas, actitudes y prácticas corporales, como defiende Judith Butler. De modo que la apariencia física no solo representa identidad: la produce. Y es por tanto un constructo susceptible de transformación. Luisa muestra el carácter artificial y performativo de cualquier identidad tal como suele aparecer en el trabajo escénico, pero Lázaro lo encarna, dinamita la distancia entre lo real y lo representado y nos plantea la artificialidad de nuestros conceptos más arraigados.
A medida que transcurre la representación, entendemos que la decisión de Lázaro es casi una necesidad, como si su trayectoria tuviera que llevarlo forzosamente a una resolución tan drástica. En más de veinte películas y en algunas series, su personaje se llamaba Gabino: como él mismo afirma “la ficción puede ser peligrosa”. Y, en ocasiones, puede acabar devorando la realidad. Así que no queda más remedio que la metamorfosis.
Qué buen trabajo el de Luisa y Lázaro, qué profundo y qué entretenido. Qué bien hablan, qué bien transmiten, qué bien se entiende todo, por complejo que sea. Desde 2020 esta pieza ha viajado a México, Brasil, Alemania, Francia… Podría parecer demasiado insólita dentro del trabajo de Lagartijas, pero recurre a elementos estructurales del teatro documental y de investigación habituales en sus creaciones (fotografías, películas, y una serie de cuestionarios realizados por Luisa Pardo a personas cercanas a Lázaro) y sigue un principio fundamental de su poética: el anclaje a lo real.
Hay en este dúo una gran capacidad de análisis y transmisión de la realidad. Y de crear una nueva capaz de cuestionar los propios límites de ser y estar en el mundo. El nombre de Lázaro recoge toda la simbología del resucitado, de la muerte de uno para el nacimiento del otro. Y es también el guía, el que muestra el camino en la superficialidad de lo cotidiano y la costumbre de ser lo que somos. Así que, como aquella tarde, nos hemos quedado con ganas de más. Y seguro que vendrá, porque tienen mucho que decir y saben muy bien cómo hacerlo. Todo cumplido. (Texto de Carmen Perea, originalmente publicado el 22 de noviembre, en el blog teatron.com)




