
¿Quién pone en duda la existencia de la literatura dramática como género literario? Más allá de modas, opiniones sesgadas o simple desconocimiento, seguramente nadie. El Ministerio de Cultura y Deporte otorga desde hace veintitrés años el Premio Nacional de Literatura Dramática a través de la Dirección General del Libro; y en 1984 recuperó un premio creado en 1950, el Calderón de la Barca para autores noveles, que el Ministerio convoca a través del INAEM. Con la colaboración de este organismo y Fundación SGAE, la Asociación Autores y Autoras de Teatro abrió de nuevo este año -y ya van veintiséis- las puertas del Salón Internacional del Libro Teatral (SILT), en el que mostraron sus publicaciones veintisiete agentes editoriales venidos de toda España. En el SILT volvimos a constatar que los traductores que acuden a su encuentro anual con los creadores hablan del momento actual como una nueva Edad de Plata de la autoría teatral española: cuatro generaciones escribiendo, estrenando y, sí, también publicando simultáneamente con temáticas y estéticas de lo más diverso. Estos mismos traductores ven la apuesta por la edición de libros de teatro en España como una valiosa singularidad que nos distingue de otros países de nuestro entorno, donde el texto de teatro se considera como algo orientado fundamentalmente a la escena.
Por otra parte, el reconocimiento de nuestra literatura dramática y del ejercicio de su creación se halla implícito en la existencia de formación reglada de Dramaturgia en las Escuelas de Arte Dramático oficiales y en la inclusión del teatro en el currículo de Enseñanza Secundaria donde, probablemente, muchos jóvenes leen por primera vez Luces de bohemia o La casa de Bernarda Alba… tal como nos sucedió a muchos de nosotros. Porque la lectura como recurso inmediato de conocimiento del texto dramático es algo que, en nuestro entorno cultural, viene de lejos. Es tradición. Y de las buenas. Merece ser protegida.
En esa protección nos implicamos instituciones importantes, editores y autores; nosotros, tanto en el ejercicio de nuestra profesión como a través de alguna de las siete asociaciones de autores y autoras constituidas en nuestro país, en diferentes comunidades autónomas y que agrupan a profesionales que escriben, publican y estrenan en alguna de nuestras distintas lenguas. Sin embargo, un día se publican encuestas, rankings o cánones, llámense del modo que sea, como “Los 50 mejores libros españoles del último medio siglo” (Babelia, 15/11/25) y vemos con estupor que no aparece ni un solo libro de teatro. Por supuesto que la novela domina en gustos y consumo lector, pero resulta que sí se incluyen libros de ensayo, poesía y cómic. En menor medida, pero ahí están. ¿Y el teatro? Nada. Cero. Un investigador que, llevado por su interés en el tema y el prestigio del medio que lo publica, consulte ese artículo dentro de un tiempo llegará a la conclusión de que entre 1975 y 2025 no se ha publicado en España ni un solo libro de teatro que merezca la pena. Causa estupor, la verdad. E indignación. Porque no hablamos de quién está o quién no está en el listado: sabemos que en este tipo de selecciones siempre hay un considerable grado de subjetividad, que hay que tomárselo con humor y que, en lo que a nombres respecta, siempre quedan unos fuera que habrían merecido estar y otros que están y pueden resultar discutibles. Pero no es eso. Es que no hay nada, nula visibilidad, ubicados en las peores localidades del paraíso. Resulta inevitable pensar en el ninguneo a todo un género, a sus autores y a sus editores. Surge entonces la pregunta: ¿por qué?
Es cierto que el teatro ha perdido en los medios la atención de que gozó durante mucho tiempo (otra buena tradición, pero esta, perdida). Y que entre las muchísimas reseñas de libros que se incluyen en los suplementos literarios la presencia del teatro es prácticamente nula. No desearíamos que fuese así -seguro que muchos lectores tampoco-, pero así están las cosas. La situación, no obstante, no invalida la pregunta: ¿por qué no se tiene en cuenta el teatro cuando se elaboran listados que valoran la calidad de las obras literarias y que -esto es lo importante, más que reconocimientos concretos- normalizan la inclusión de un género, sus creadores y editores entre quienes leen y, en definitiva, en el entorno cultural que pretenden reflejar?
No tenemos respuesta, solo conjeturas. Si el olvido de la literatura dramática y el libro teatral es deliberado, lo honesto sería decirlo en el planteamiento de este tipo de selecciones y, más honesto aún, explicar con un par de razones por qué los demás géneros sí pero el teatro no. Y si no se trata de ninguneo, sino de desconocimiento, la solución sería tan fácil como incluir entre los especialistas que elaboran los listados un grupo proporcionalmente adecuado de personas que tuvieran un conocimiento amplio y autorizado de la literatura dramática, así al menos sabríamos que el trabajo de los dramaturgos ha sido valorado en igualdad de condiciones y, si ya no aparece ningún libro teatral, entonces sí, nos lo tomaríamos con humor. Esos especialistas podrían tener en cuenta, por ejemplo, que en el año 1975, fecha en que se inicia la valoración del artículo, los teatros nacionales con sede en Madrid estrenaron tres obras originales de autores españoles entonces vivos; en 2025, fecha de cierre, cuarenta autores y autoras españoles vivos han mostrado al público sus textos en los teatros oficiales de la ciudad, obras que, en muchísimos casos, están publicadas. Y esto, solo en Madrid, solo es un ejemplo. Se escribe, se estrena y se publica mucho. Asumamos, por favor, que el teatro también se lee.




