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Dramaturgia occidental /25

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Séneca: Medea

Medea, de Séneca, adaptación y dir. de Paolo Magelli (2015). Foto Sebastiano Trigilio / INDA.

Aunque como filósofo, científico y retórico la huella de Séneca fue muy notable ya en la literatura latina y en la Edad Media, su repercusión como dramaturgo se hizo esperar, pero resultó arrolladora. Apenas se dieron a conocer sus tragedias, en la época del humanismo, se convirtieron en las más influyentes, por encima de las griegas, en el teatro moderno: en el italiano y el español del Renacimiento, en el isabelino inglés, que no podría entenderse sin ellas, en la tragedia francesa del siglo XVII, sobre todo en Corneille, y tras un paréntesis durante los siglos XVIII y XIX, también en el XX, con una revalorización quizás favorecida por los horrores de ese siglo.

            Pero el lugar eminente de Séneca en el canon teatral se justifica también por la calidad intrínseca de su dramaturgia. Además, cinco siglos después de los grandes trágicos atenienses, es el único autor grecolatino del que nos han llegado tragedias completas, exactamente nueve (una, de atribución discutida). Por Tácito sabemos que se le achacaba haberlas escrito siguiendo el gusto por ellas de Nerón, ese monstruo al que educó, con el que gobernó y que terminó condenándolo a muerte. Medea, seguramente la más lograda, es fiel espejo de la deuda de Séneca con la tragedia griega —sobre todo con Eurípides— y de sus novedades respecto a ella.

            Las diferencias más destacadas son la mayor importancia y autonomía de las escenas en detrimento de la estructura general de las obras (gracias quizás a lo consabido de los argumentos trágicos); aun conservándose la alternancia entre episodios dialogados y cantos corales, éstos pierden el papel eminentísimo que alcanzaron en Grecia, y sirven de cauce a las ideas filosóficas, sobre todo morales, del autor cordobés (que impregnan también a veces los parlamentos de los personajes); la preferencia por monólogos muy extensos, que algunos consideran «antidramáticos» pues ralentizan, si no entorpecen, el curso de la acción; la gran penetración psicológica en la caracterización de los personajes, que, aun siendo griegos, están romanizados; y, quizás la más impactante, su transgresión del «decoro», que merece consideración aparte.

            Frente a ese principio, que dejaba siempre fuera de escena los hechos brutales, violentos, macabros… que tanto abundan en la mitología, Séneca no duda en ponerlos ante nuestros ojos. Tal anomalía tremendista puede justificarse por la diferente sensibilidad del público romano, habituado a los espectáculos de sangre y violencia; o bien porque no estuvieran sus tragedias destinadas a la representación, sino a la recitación y la lectura, lo que explicaría también otras diferencias ya notadas, aquellas que parecen ir en detrimento de su teatralidad. Lo cierto es que no sabemos si se representaron o no, ni si fueron concebidas o no para representarse; pero sí que son representables, que han sido representadas desde su redescubrimiento hasta hoy y que, a mi juicio, abusivamente sintético, son plenamente teatrales.

            De especial interés para la dramaturgia, precisamente, resultará la comparación entre las dos versiones clásicas que se han conservado de Medea. Siendo muy alto el grado de coincidencia, por ejemplo en el arranque de la acción y en el desenlace, la de Séneca opera una síntesis —siempre idónea en teatro— de la de Eurípides: reduce de cinco a tres los episodios y de seis a cuatro los cantos corales, y elimina dos personajes prescindibles, el rey Egeo y el pedagogo; incrementa la profundidad psicológica de Medea y la empatía del público con Jasón; sustituye el coro de mujeres corintias, más comprensivo con Medea, por otro de varones, más identificado con Jasón y la familia real. Pero lo espeluznante de la nueva versión tiene que ver con el «decoro». Si algunos atribuyen a Eurípides el elemento más terrible del mito, la muerte de los hijos a manos de su madre (y no de los corintios, como en versiones anteriores, por haber sido portadores del vestido funesto), Séneca llega al extremo de poner en escena el asesinato de los dos niños, y el del segundo, a la vista del padre. Es coincidente la actualidad del mito, a la luz del pensamiento feminista dominante y del goteo de casos de infanticidio perpetrados por los padres para infligir dolor a las madres, con la atroz inversión de género.

            Hoy, cuando campa por sus respetos el teatro «posdramático» —tan minoritario como mal teorizado y tan benéfico a la larga como todas las «vanguardias», esos intentos siempre frustrados de romper totalmente con la tradición—, las tragedias de Séneca y su Medea en particular resultan, en comparación, hasta demasiado «dramáticas».


José-Luis García Barrientos, doctor en Filología (UCM), Profesor de Investigación del CSIC, profesor de posgrado en la UC3M, es autor de libros, traducidos algunos al árabe y el francés, como Principios de dramatología, Cómo se analiza una obra de teatro, Teatro y ficción, La razón pertinaz, Drama y narración, Anatomía del drama o Siete dramaturgos, tres de ellos publicados por Paso de Gato. www.joseluisgarciabarrientos.com

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