Es evidente que, más que aludir al pasado colonial, el decreto apunta hacia el futuro republicano. Es un proyecto, un deseo; de alguna manera, una utopía. Un teatro que, como el espejo shakesperiano, refleje, critique, ilumine un camino a recorrer. El camino de la identidad, del crecimiento, de la historia. Un reconocimiento del enorme poder del hecho escénico. Y quienes lo hacen posible tienen, pues, un deber y una responsabilidad que los aleja de toda infamia. Es más, en otro artículo del decreto, se dice que “los que ejerzan este arte en el Perú podrán optar a los empleos públicos”. Un contundente revés al menosprecio y la desconfianza que la sociedad deparaba, y depara, a quienes se dedican al teatro. O a cualquier forma artística.
En los dos siglos posteriores, el teatro latinoamericano, en distintas formas y medidas, ha cumplido con el deseo formulado en el decreto. Y eso ha significado, además de logros notables y una presencia inextinguible, enfrentamientos, censuras, silenciamientos de parte de gobiernos e instituciones que, a diferencia de la mirada sanmartiniana, veían en el teatro no sólo infamia sino amenaza y peligro. Hoy enfrentamos nuevos ramalazos de intolerancia, intentos brutales de silenciar y borrar, no sólo al teatro, sino a cualquier manifestación de cultura o de pensamiento, considerándolos más que peligrosos, prescindibles, innecesarios, indignos de figurar en el presupuesto nacional.
Además de las historias que lleva a escena y que, gracias a la doble naturaleza de la representación viva, nos hablan siempre del aquí y del ahora, el teatro nos sigue ofreciendo un modelo de convivencia y fuerza colectivas. Cada puesta teatral reúne a un grupo de personas y, aunque sea por un tiempo breve, crea una pequeña sociedad donde, sin prescindir de conflictos y diferencias, se trabaja para lograr un fin común, siempre mayor que la suma de sus participantes. Una especie de ensayo general de un mundo mejor. Y el hecho de que a veces se nos presente esta visión como anticuada o romántica no es más que un reconocimiento y a la vez un temor a su enorme poder.
La historia, los sueños, las derrotas, los nuevos comienzos, se encarnan sobre un escenario, se hacen visibles en los cuerpos, las voces y las mentes de seres humanos que, como los libros vivientes de “Farenheit 451” de Bradbury, mantienen viva nuestra esencia y, al compartirla con otros seres humanos, en un mismo espacio y en un mismo tiempo, en esa comunión de la que habla Grotowski, la hacen indestructible. A pesar de que a menudo nos quieran hacer creer lo contrario. Nos vemos y nos escuchamos en un mundo donde eso resulta cada vez menos frecuente. Y más urgente.
En “La de cuatro mil”, magistral sainete de inicios del siglo XX de uno de los mayores dramaturgos peruanos, Leonidas Yerovi, un personaje, al ser testigo de una reprimenda, originalmente destinada a él, pero recibida por otro, debido a una confusión de identidades, exclama, en una especie de revelación, con alivio, pero también con lucidez: “¡El espejo en que me tengo que ver!” Que ese espejo, aunque a veces se empañe o se quiebre, no se rompa nunca.
Feliz Día del teatro latinoamericano. Alberto Isola es actor, director y pedagogo peruano.