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Teatro e IA: El Código de la Existencia

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Imaginemos que Hamlet decide delegar su pregunta a un algoritmo

Imagen de la obra I.A. Inteligencia actoral es una comedia de enredos de corte futurista dirigida y escrita por Flavio González Mello, que ha presentado con la compañía Erizo Teatro.

El teatro, esa antigua forma de arte que comenzó con los griegos y se perfeccionó con los isabelinos, siempre ha sido un espejo de la evolución humana. Hoy, en pleno siglo XXI, la inteligencia artificial (IA) se presenta como la última frontera a explorar. ¿Pero qué diría Sófocles si viera a ChatGPT escribir un monólogo trágico? Probablemente pensaría que las musas han decidido subcontratar a lo descarado.

En América Latina, donde el teatro ha sido una herramienta de resistencia y transformación, la adopción de la IA en instituciones como el CELCIT no es solo una moda, sino una señal de que estamos dispuestos a jugar con fuego… digital. Y en Broadway, donde ya el 30% de los directores están coqueteando con algoritmos, uno se pregunta si Hamlet finalmente podrá decidirse… con un poco de ayuda tecnológica.

Imaginemos por un momento que Hamlet, en su eterna indecisión, decide delegar su famosa pregunta a un algoritmo. “Ser o no ser, esa es la cuestión”, dice con desesperación, y acto seguido introduce su dilema en un avanzado sistema de IA. El algoritmo, basado en redes neuronales entrenadas con siglos de literatura filosófica y ética, se enfrenta a la cuestión con lógica pura. Primero, analiza los argumentos a favor de existir: la posibilidad de experimentar el amor, el arte, el aprendizaje y la evolución personal. Luego, contrasta esto con las desventajas: el sufrimiento, la incertidumbre y el peso de la existencia. Aquí la IA haría algo que Hamlet no podía: calcular probabilidades. Tras analizar millones de textos filosóficos, desde Aristóteles
hasta Nietzsche, la máquina concluiría que la existencia, aunque absurda en muchos aspectos,
presenta más posibilidades de optimización y significado que la inexistencia. No porque el
sufrimiento no exista, sino porque, estadísticamente, las oportunidades de encontrar propósito
superan el vacío de la no existencia. Finalmente, la IA arrojaría su veredicto en términos
probabilísticos:

“Ser es la mejor opción con un 87.3% de certeza. Recomiendo seguir existiendo y redefinir el propósito de la vida con base en objetivos alcanzables y significativos.”

Hamlet, al leer esto, probablemente se frustraría aún más. Porque la IA no tiene en cuenta el peso
de la duda existencial humana, el drama de la melancolía, la necesidad de trascender a través del
sufrimiento. Pero quizás, al menos por un instante, encontraría algo de paz en la lógica matemática del algoritmo.

El teatro del futuro no será un campo de batalla entre lo humano y lo digital, sino una danza donde ambos se complementan. La IA, por muy avanzada que sea, no podrá reemplazar la profundidad emocional de un actor sobre el escenario, pero sí puede ser una herramienta para desafiar la creatividad, explorar nuevos formatos narrativos y cuestionar los dilemas más antiguos de la humanidad. Si Shakespeare estuviera vivo hoy, ¿aceptaría la IA como coescritora?

Probablemente sí. Y tal vez, solo tal vez, incluso le pediría consejo para darle a Hamlet una
respuesta más definitiva. Pero lo más seguro es que, después de mucho debatir, la IA
simplemente le respondería: “Ser, por ahora. Y mañana volvemos a analizar los datos.”

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