
El comienzo de una obra teatral debe, sin duda, captar la atención del espectador, y su final debe estar siempre a la altura de la historia que se cuenta.
A veces el autor no sabe cómo concluir la historia porque no encuentra una situación que tenga coherencia con el argumento, o bien al no encontrar el punto justo para cerrarla. Por esa y otras razones es importante tener un esquema de nuestra obra y buscar la manera de estructurar el texto en función de bloques, actos o escenas.
En primer lugar, el final de una obra debe tener sentido; esto es, los bloques deben estar interconectados y la conclusión a la que se llega ha de tener una lógica, incluso en el caso de finales abiertos. También es crucial que tenga continuidad con lo que ha ido sucediendo a lo largo de la historia. Por ello, a la hora de pensar un final posible para la obra, es importante poner atención a los distintos conflictos que se han planteado; hay que desentrañar dónde desembocan esos conflictos y cómo van a ir modificando a los personajes que los transitan.
Lo ideal es que el final lleve al espectador a una encrucijada, de tal manera que, a partir de la última escena o bloque propuesto en la estructura, pueda surgir en él una experiencia propia.
A veces hay el malentendido de considerar que es mejor dejar satisfecho al espectador con un final perfectamente cerrado; lo cierto es que cerrar con un final que no da chances de otros caminos a los personajes vuelve rígida la obra y termina en una suerte de maquetación que no permite otra mirada más que la que el autor propuso como broche de cierre.
También es importante centrarse en el protagonista de la historia y ver si no hay otros conflictos que todavía no hayan emergido a la superficie de la estructura. Siempre hay una primera capa que se cuenta de manera más cotidiana, y una segunda que vuelve más metafórica la obra. En esta segunda capa hay que trabajar hasta poder llegar a una crisis que desborde el sentido de la trama y su desenlace. Para ello tendremos que hablar del clímax y sus derivados.
El clímax se define como el momento de mayor intensidad de la obra; debe ser el punto de mayor tensión y drama, o bien donde comienza la segunda o tercera capa de la historia. Tras este momento, la trama comienza a dar vuelcos hacia lugares insospechados para el personaje y para el propio autor. No sabemos dónde y cómo puedan terminar los vínculos que se tejieron y los hechos que se vienen desarrollando durante la historia.
El clímax genera y crea una crisis, un punto culminante a partir del cual la historia avanza hasta desembocar en un final posible. Tras el clímax, es esperable que la historia cambie y gire hacia una o varias situaciones donde se rompa con los acontecimientos previos. Si este elemento falla, la obra no sólo no llegará a buen término, sino que se volverá rígida y lineal. Por esta razón, es decisivo asegurarse de que el clímax sea potente y que posea la suficiente complejidad que el elemento requiere.
Cuando llegamos al clímax, hay que entender que estamos tratando con un momento crítico de la historia, donde los vínculos de los personajes no volverán a ser iguales. Éstos, sólo pueden avanzar hacia un final imprevisible para ellos mismos y, por ende, para nuestro espectador que espera poder cerrar su historia como quisiera.
El clímax debe ser lo más claro posible para que tenga sentido el desarrollo del desenlace. El espectador debe poder conectar el clímax y el desenlace final, de modo que hay que prestar atención al conflicto y las situaciones vividas por cada personaje de nuestra obra, para ser capaces de darles una resolución posible.
Al margen de si nuestro final vaya a ser abierto o cerrado, al momento de escribirlo debe tenerse presente que es la consecuencia de cuanto ha sucedido a lo largo de la obra. Sin embrago, el final debe tener uno o varios giros, debe ser algo innovador, algo difícil de decodificar para el público y que, por sobre todas las cosas, termine por romper con el supuesto orden que venía estableciendo el argumento.
Una historia intrigante va dejando pistas y secretos que se irán descubriendo en el transcurso y desenlace de una obra. Un recurso muy utilizado en últimos tiempos, principalmente durante el clímax, es el llamado punto de giro. Ésta es una técnica literaria que consiste en un cambio radical e inesperado que sucede repentinamente antes del final.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que los personajes han pasado por muchas situaciones a lo largo de nuestra obra, por ende, debe haber un cambio significativo en sus actitudes, una maduración en ellos que se manifieste en el momento del clímax.
Hay que fijarse también en si las metas y motivaciones de nuestros personajes son las mismas o si han cambiado radicalmente. Si lo que anhelaban en un principio lo siguen deseando con el mismo fervor o si han decidido tomar un rumbo inesperado. Lo más probable es que, en el curso de la historia, los personajes no hayan conseguido lo que tanto deseaban, o que haya pasado algo que les hiciera cambiar el rumbo y optar por otros caminos.
Es normal que tengamos muchas ideas y planteemos finales alternativos hasta dar con el que nos parezca mejor para nuestra obra. El final debe ser un momento emocionante que no redunde en dar explicaciones a los misterios y situaciones planteados en la trama.
Por último, el final no debe complacer a los espectadores con lo esperado como pincelada de cierre de la obra, sino que debe ser, más bien, un momento incómodo, desapacible y hasta repulsivo tanto para ellos como para los personajes mismos. Los finales complacientes sólo generan un espectador cómodo que obtiene lo que busca en vez de llegar a conclusiones más profundas sobre la vida y nuestra existencia.
Fernando Zabala. Docente y dramaturgo.




